Pineda de la Sierra: iglesia de San Esteban Protomártir

'Paradójica en sus manifestaciones y desconcertante en sus signos, la Edad Media propone a la sagacidad de sus admiradores la resolución de un singular contrasentido. ¿Cómo conciliar lo inconciliable?. ¿Cómo armonizar el testimonio de los hechos históricos con el de las obras medievales?.

Los cronistas nos pintan esta desdichada época con los colores más sombríos. Por espacio de muchos siglos, no hay más que invasiones, guerras, hambres y epidemias. Y, sin embargo, los monumentos -fieles y sinceros testimonios de aquellos tiempos nebulosos- no evidencian la menor huella de semejantes azotes. Muy al contrario, parecen haber sido construídos entre el entusiasmo de una poderosa inspiración de ideal y de fe por un pueblo dichoso de vivir, en el seno de una sociedad floreciente y fuertemente organizada...' (1).




En esta iglesia de San Esteban Protomártir, situada en el pinturesco pueblecito de Pineda de la Sierra, termina este itinerario románico por la Sierra de la Demanda que, aunque incompleto, como ya aventuraba, espero, no obstante, haya deparado un buen sabor de boca, introduciéndonos, siquiera sea de soslayo, por una región de sorprendentes características, a la que muchos caballeros acudieron en demanda -y nunca mejor dicho- de aventura y sobre todo, en busca de ese gran mito medieval, que es el Santo Grial. Nuestra ruta, también terminó aquí, en la tarde de un memorable 31 de octubre, cuando el sol acudía presto a morir en el Finis Terrae y en pueblos y ciudades, las gentes se aprestaban a celebrar la Noche de Difuntos. La luz, poco a poco, iba cediendo el terreno a unas sombras que se deslizaban como sudarios, monte abajo, dotando a la escena de una respetuosa irrealidad. El ábside milenario de la iglesia sumido en sombras, orientado hacia el este; la escasa luz colándose subrepticiamente entre los arcos de la galería porticada, formando sombras chinescas sobre el pavimento interior, mientras en la portada principal los ojos, generalmente inermes e inexpresivos de un fabuloso bestiario medieval, parecían refulgir con siniestra intencionalidad con el reflejo de los flashes de las cámaras.

Tampoco resulta extraño encontrarse con figuras de apostólica relevancia entre este bestiario sobrenatural, representativo de vicios y pecados -entre los que destaca la sirena, cuyo cuerpo parece formar un arco tensado, con sus dos colas rozando los cabellos- que generan -metafóricamente hablando- singulares islas de virtud y observancia, triunfantes sobre el paganismo; como esa figura que, a juzgar por la llave que porta en su mano, podría identificarse con San Pedro, dando un arcano sentido, quizás, a la romería que todos los años se celebra en su honor, en la que el Ayuntamiento de Pineda, de manera tradicional, reparte bocadillos y vino entre los vecinos. O esa presumible Adoración, donde Madre e Hijo denotan una realeza espiritual, divina, a juzgar por sus coronas. E incluso el centauro-sagitario, en plena cabalgada, cuyo arco tensado parece apuntar hacia la impasible ambigüedad de unos grifos cuyo sentido no alcanza a desnivelar los contrapesos simbólicos de una balanza imaginaria, y que en este caso, probablemente cumplan con la función de circunstanciales asmodeos custodios del templo. Y ya puestos, por qué no detenerse unos momentos, siquiera sea al abrigo de las sombras, y pensar que esa cruz monxoi, de brazos patados y singular proporción, podría determinar, por qué no, un aspecto peregrino del lugar, cercano, para más señas, a una región que bien conoce el peregrino por su vino y sus milagros: La Rioja.

Cae la noche, definitivamente, con sus ecos y fantasmas, cuando dejamos atrás un lugar cuya fundación no está del todo seguro que se debiera a Fernán González, abuelo de don Sancho, el de los Buenos Fueros. Y no obstante, dejándose llevar por el vicio romántico de la ensoñación histórica, no es dificil pensar, que entre esa selva forestal que enmudece con las sombras, a la eterna vera de los picos San Millán y Mencilla, los fantasmas del Cura Merino y los mozos del lugar, despiertan en la Noche de Difuntos para continuar poniendo en jaque a una soldadesca francesa, cuyo paso por España fue peor que una plaga de langostas, de la que aún continúa resintiéndose nuestro Patrimonio Histórico-Artístico.





(1) Fulcanelli: 'Las moradas filosofales', Editorial Plaza & Janés, 1972, página 61.

Comentarios

Alkaest ha dicho que…
Ciertamente, llegamos a Pineda en esa hora extraña, cuando apenas un leve rayo de luz, sobre el horizonte, nos indica que se ha terminado el día.
Si, además, las nubes acuden en negros rebaños, para robarnos la ya escasa claridad, todo se torna inquietante y sobrecogedor.
A la falsa luz de las bombillas de su galería, o del flash de las cámaras, las criaturas del bestiario adquirían otra dimensión.
El ojo miraba aquellos seres, con una prevención especial. Y uno no estaba muy seguro, una vez apagadas las luces y sumergida la portada en espesas sombras, de que tales monstruos no cobrasen vida, para vagar en la noche sin luna asustando a los lugareños...

Salud y fraternidad.
juancar347 ha dicho que…
Se podría decir, y creo que no sería muy descabellado, que aparte de estupendas cajas de resonancia, los templos románicos poseían y poseen esa cualidad subliminal capaz de actuar sobre las percepciones de los visitantes de un modo excepcional. Si a eso le unimos todos los paradigmas que conllevan ese cíclico y eterno cambio de guardia entre luz y oscuridad, obtendremos una fuerza capaz de mover, al menos, las montañas del alma. Y como las wouivres subterráneas, actuarán de determinada sobre el insconciente. Pero en resumidas cuentas, creo que en este caso experimentamos uns sensaciones muy similares. Un abrazo

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