Claustros, donde el Silencio es Oro


Después de los tradicionales conciertos de Navidad y de Año Nuevo, que marcan esa bienvenida generalizada al solsticio de invierno, el espíritu busca, o mejor aún, ansía esa cura de silencio que equilibre los platillos de una balanza anímica en la que generalmente se desenvuelven el exceso y la mesura. Y no hay mejor lugar para conseguirlo, que en los claustros de los antiguos monasterios; precisamente allí donde, después de todo, el Silencio es Oro. En activo, o por el contrario, arruinados por el abandono o el olvido, los claustros no dejan de ser, al fin y al cabo, imaginarios tableros mágicos que guardan un centro primordial, donde el espíritu humano participa, o mejor dicho, se inmiscuye en la siempre fascinante aventura del símbolo. Lejos de las leyes ambivalentes del azar, el claustro participa, ya desde el supremo poder del número, en una magia matemática que tiende siempre a la perfección. Cuatro son los lados que conforman un tablero perfecto; lados que se expanden hacia un centro, generalmente marcado por un jardín -como en el Juego de la Oca- o un pozo céltico, cuya adición evoluciona hacia la perfección del cinco y el recuerdo del hombre universal, como bien nos recordaron los canteros medievales en Leache, Navarra, anticipándose, en más de doscientos años a un genio por todos conocidos, llamado Leonardo Da Vinci. Cuatro lados, que determinan los cuatro puntos cardinales, las cuatro fases de la luna, los cuatro elementos básicos de la Alquimia, los Cuatro Evangelistas que rodean ese quinto elemento o mandorla regida por la figura de un Cristo Imperator sentado en su trono celestial, haciendo participar a la imaginación del jugador en un juego fascinante donde las lecciones del Silencio, al fin y al cabo, no dejan nunca de ser un secreto a voces.

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