Montederramo: Arte y Simbolismo



Cuenta la Historia, que no la leyenda a que tan aficionados nos tiene esta portentosa terra meiga, que fueron gentes de Montederramo, al mando del Conde de Noreña quienes, allá por el año de 1809, hicieron retroceder a los invasores franceses hacia Castilla. Y que éstos, sin importarles los cerca de mil años de Historia -quizás porque, al contrario que con las pirámides de Egipto, allí no estuvo personalmente Napoleón para recordárselo-, saquearon el monasterio, asesinando al abad y a los ocho monjes residentes, haciendo lo mismo en San Clodio y Castro Caldelas. Difícil resulta, por tanto, imaginar qué obras de Arte irreemplazables no destruyeron en el lugar y cuántas, para compensar, no se llevaron consigo, satisfaciendo sus instintos de venganza y rapiña. En realidad, y si hemos de ser justos con la memoria histórica -en la que España, al fin y al cabo, tampoco sale de rositas, como probablemente se recordará en los Países Bajos y en las Américas-, de tales actos de barbarie, el pueblo francés ya había dado amplias muestras de su nefasta predisposición a la matanza y el saqueo indiscriminado, cuando, amparándose -también es cierto-, en la oportuna dispensa papal, disfrazada de Cruzada, redujo a cenizas la que probablemente fue la sociedad más próspera, refinada y culta del Occidente medieval: la Occitania. Si a esto le añadimos la posterior Desamortización de Mendizábal y las iras de un pueblo irremediablemente cansado de tanta miseria y de tanto privilegio eclesial, y tenemos la ocasión de contemplar, aun acumulando polvo y en muchas ocasiones indiferencia, las piezas de arte soberano que todavía se conservan en el interior del sacro recinto, no resultaría imposible llegar a la conclusión, siquiera por un momento, sea o no fugaz éste, de que después de todo, aunque no lo parezca, los milagros existen.



Tal vez por eso, y una vez acostumbrados a ese cambio esencial sufrido por el cenobio a lo largo de su existencia –cambio al que ya hicimos referencia en la entrada anterior, donde se decía que podríamos compararlo, básicamente, con la ecuación de la energía, donde nada se crea ni se destruye, sino que tan sólo se transforma-, observemos en los detalles, así como en los objetos sobrevivientes, mensajes determinativos no sólo de cumplida estética –que por algo, los ojos suelen llevar aparejado el adjetivo de golosos, sobre todo en cuanto al Arte en general se refiere-, sino también de mediática idiosincrasia, que muy probablemente nos hagan disfrutar de ese vicio denominado como el placer de la especulación, como diría el gran teósofo Mario Roso de Luna, también conocido como el Mago de Logrosán.

 
Porque allí, localizados en la fría austeridad de la piedra y enmarcados en las formas tradicionales de la geometría sagrada, personajes y símbolos nos introducen, como impasibles cicerones, en los Grandes Misterios. Tal sería el caso de las puertas laterales que debían de tener acceso directo al antiguo claustro románico, situadas algunos metros por delante del espectacular nártex. En una de ellas, ocupando el centro polar de un triángulo, la figura de Dios predomina sobre la escena de la Anunciación que se representa por debajo, a ambos lados del marco, con el arcángel Gabriel a la izquierda y la Virgen María a la derecha. Escena inocente, en apariencia, pero que, a juzgar por determinados símbolos, se advierte una progresiva e interesante evolución: la bola del mundo que sujeta aquél, ya aparece circundada por una cruz de cuatro brazos, que posiblemente nos haga reflexionar en el detalle de que la elaboración fue posterior a la Edad Media, cuando ya se había descubierto América, pues hasta entonces, éste solía representarse dividido por una cruz Tau, cuyos brazos enmarcaban las tres partes conocidas de la tierra, como así se observa en numerosas representaciones, siendo una de las más reseñables, localizada también dentro de los límites de ésta provincia de Orense, la que se aprecia en el magnífico Pantocrátor que ilustra la cabecera de la ermita visigoda de Santa Comba de Bande; y la jarra que se encuentra a los pies de la Virgen, recipiente o grial del que, según el Evangelio de Nicodemo, fue María Magdalena la primera portadora, y cuyo culto, de hecho muy popular durante buena parte de la Edad Media, fue progresivamente sustituido por el culto a la figura de la Virgen María, siendo los cistercienses los principales impulsores, hasta el punto de que este símbolo terminó convirtiéndose en el emblema que impera en todos sus monasterios. De similar factura a la anterior, en cuanto a su diseño, la siguiente puerta nos muestra parte de esas referencias que habitan dentro de la cosmogénesis considerada como pagana, en las figuras de dos sirenos –con barba y las cabezas tonsuradas, al modo de los antiguos frailes, unidas sus colas a las colas de sendos caballitos de mar- que portan el escudo con las armas de Montederramo. Muy cerca de ella, y pegado al ángulo de noventa grados que forma la esquina, la lápida de un sepulcro medieval, elaborada con base triangular, nos enseña dos interesantes motivos: un escudo, con trece roeles o bezantes por un lado y por el otro, una fenomenal espada, que resumen la importancia del caballero allí enterrado, que podría haber pertenecido a alguna orden militar, como podría ser, por ejemplo, la de Calatrava, pues se sabe que dicho motivo solía ser utilizado por sus Comandantes Mayores en los escudos.
 

Por otra parte, y obviando las ausencias artísticas de algunos retablos menores –aunque sin dejar de mencionar la interesante representación de Adán y Eva en uno de ellos, donde el artista dejó de manifiesto su implicación por el manzano (1)-, el Retablo Mayor, ofrece diversos aspectos y temáticas de interés. Datado, aproximadamente en el año 1664 y atribuido al escultor Mateo de Prado, siendo la estructura de Bernardo Cabrera e hijo, este conjunto escultórico reproduce, a lo largo de sus dieciséis metros de altura, una variada y sugerente gama de motivos y temáticas, que aún basadas principalmente en las figuras de Jesús y de María, está muy alejado de la austeridad que caracterizaba a estos cenobios en sus orígenes. Sin duda, uno de los mayores atractivos, y de hecho, posible motivo de discusión, se localice en la escena, aparentemente apócrifa, de la Natividad, donde la Virgen –como así me comentara durante la visita Ana Méndez, guardiana del lugar durante muchos años- es asistida por varias parteras, entre ellas, María Salomé. La escena de la Adoración de los Magos, también es relevante, pues muestra no sólo la figura del rey negro por excelencia, Baltasar, sino también la del que podría ser su paje, negro también y que pondría de manifiesto otro de los misterios asociados a estos emblemáticos personajes (2). Una figura tardía, representativa de ese continente misterioso del que, así mismo, procedía la famosa reina de Saba, que fuera concubina del rey Salomón, con el que tuvo un hijo, de nombre Menelak, cuyas figuras estuvieron no sólo muy relacionadas con la famosa Arca de la Alianza, sino que además, en el caso de ella, en muchas ocasiones ha sido identificada con alguna de las primitivas Vírgenes Negras, sobre todo por cuanto que muchas de ellas llevaban consigo la famosa divisa del Cantar de los Cantares: Negra soy, hijas de Jerusalén, pero hermosa…(3). Interesante por su desarrollo, y también porque en el fondo se aprecian dos objetos relacionados con el grial, es la representación del procurador romano, Poncio Pilatos, lavándose las manos. E incluso aquélla otra, donde se aprecia a San Bernardo frente a la Virgen, en una hermosa escena que se ve acompañada por un excelso coro de ángeles, portadores de diferentes instrumentos musicales. No obstante, y quizás más relevante aún, por su rareza, es la impresionante escena del Descendimiento, en la que, junto al cuerpo inerte de Jesús, cinco figuras invitan a la especulación: las Tres Marías –que recuerdan a las Tres Madres Celtas o a las Tres Gracias de la mitología grecolatina, si se prefiere-, y dos figuras masculinas que, con toda probabilidad, podrían representar al Evangelista y a José de Arimatea.



En lastimoso estado en general, y acumulando incomprensiblemente polvo y olvido en una estancia anexa, algunas piezas artísticas no merecen desprecio alguno, sino más bien una atenta mirada. Tal sería el caso, por ejemplo, de una extraordinaria talla de San José con el Niño en brazos, en donde éste, con el entrañable gesto de tirarle de la barba, demuestra una afectuosidad hacia su padre terrenal pocas veces vista. A su lado, una hermosa talla de una Inmaculada, casi ocultan a la vista una pequeña caja de ofrendas, en la que se puede ver la figura de San Vieito (San Benito), acompañada de un cuervo –animal representativo también del dios celta Lug-, con el alimento en el pico. Algo más alejadas, otras dos intrigantes figuras llaman poderosamente la atención: una Virgen coronada, con Niño desnudo en brazos y probablemente gótica y otra figura femenina, por desgracia sin brazos ni atributos, pero con unas llamativas trenzas que, hipotéticamente hablando, quizás pudo haber representado en origen a la Magdalena.



En las tablas del coro, se vuelve a incidir en diferentes aspectos bíblicos y evangélicos, como el Árbol de Jesé, Jonás y la ballena, la Anunciación, el Bautizo en las aguas del río Jordán, la Adoración, la expulsión de los mercaderes del templo, etc, sin olvidar esa figura ancestral, representativa del mundo antiguo en el que imperaban los poderosos dioses celtas, cuya presencia, por inaudito que parezca, solía estar siempre muy presente en iglesias y monasterios: los Hombres Verdes.
Por último, queda hacer referencia a los medallones que circundan el claustro –cuadrado, como se suponía que era el sancta-sanctórum del Templo de Salomón-, entre los que cabe destacar figuras de fuerte contenido simbólico, como la serpiente enroscada en la lanza, el Ave Fénix, el Agnus Dei, el León, Santiago, San Pedro…

En definitiva, queda todavía el suficiente Arte en el monasterio de Montederramo, como para pensar que una visita, lejos de dejar indiferente, puede constituir una apasionante aventura cultural.


 
(1) Como en muchos otros temas, siempre ha existido una variada pero fascinante discrepancia en torno a la identificación del Árbol del Bien y del Mal, aunque se tiende a considerarlo, con más generalidad, en torno a dos tipos muy diferentes de árbol: el manzano y la higuera, ambos, no obstante, simbólicamente significativos. De la manzana, como símbolo que se encuentra en unión de interesantes Vírgenes Negras, se pueden citar algunos ejemplos relevantes: Santa María la Real de O Cebreiro, provincia de Lugo; Nª Sª de Atocha, provincia de Madrid y la Virgen del Manzano, de la villa burgalesa de Castrojeriz. Con el higo, de los ejemplos que conozco, aunque de época muy posterior y ya lejos de esas hieráticas entronizaciones que caracterizaban a las representaciones marianas más antiguas, podrían citarse dos interesantes figuras, que se localizan en la iglesia de Nª Sª de la Asunción, en Morón de Almazán, provincia de Soria, una y en la iglesia de Nª Sª de la Torre, en Tejeda de Tiétar, provincia de Cáceres, la otra.
(2) Entre estos misterios, y simbólicamente hablando, cabe citar algunas de las cuestiones planteadas con relación a sus figuras y orígenes, como, por ejemplo, que podrían ser el símbolo de las razas primigenias que procedían de los tres hijos de Noé; el símbolo de los tres continentes del mundo antiguo; las tres fases de la existencia y las tres dimensiones del tiempo. Pero no menos fascinante, después de todo, es la cuestión de detallar a partir de qué época comenzó a representarse, precisamente el personaje del rey negro.
(3) Un ejemplo relevante, se encontraría en el santuario soriano de la Virgen de los Milagros, en Ágreda, interesante población situada a los pies de un monte sagrado, como es el Moncayo, donde también se conserva el cuerpo incorrupto de Sor María Jesús de Ágreda, la Dama Azul,  mística del Siglo de Oro español, consejera del rey Felipe IV, y reconocida mundialmente por sus desconcertantes bilocaciones. En realidad, la divisa Nigra Sum, se encuentra a lo largo del arco de las andarillas de la denominada Virgen acompañante, que sale en procesión, generalmente, con la Virgen titular. 

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