Santa Cristina de Ribas de Sil



Shakespeare habló alguna vez en sus obras, acerca de la materia de la que están hechos los sueños. Me pregunto qué hubiera pensado y escrito el famoso dramaturgo, de haber tenido la oportunidad de acercarse hasta el entorno donde se levanta este dulce sueño material que, en definitiva, es el monasterio de Santa Cristina de Ribas de Sil. Resulta imposible precisar –y aquí nos adentramos, siquiera sea como recurso literario, en el fascinante universo de los mitos platónicos-, en qué preciso momento histórico la sombra de este proyecto abandonó la oscuridad de la Caverna para nacer al mundo de la Idea, aunque todo parece indicar que sus orígenes, como los del cercano monasterio de San Pedro de Rocas, fueron también intrínsicamente eremíticos. No obstante los mismos, y quizás obedeciendo a ese fenómeno común a la mayoría de los pueblos de ésta vieja Iberia de no recurrir al auxilio de la escritura sino siglos después de suceder los hechos y a una escala reducida, generalmente, de puertas hacia dentro en los oscuros scriptoriums medievales de los que salieron la mayoría de Tumbos y Becerros, en el caso de este monasterio de Santa Cristina, existen referencias documentales que, cuando menos, señalan su existencia ya en el siglo IX. Aunque, no obstante, lo que se aprecia a simple vista –y en esto, su encanto supera con creces al de Santo Estevo-, se fecha en los siglos XII y XIII, a excepción del pequeño claustro, que se levantó en el siglo XVI, cuando ya el monasterio, venido a menos, pasó a depender de aquél, como priorato, mediante Bula del Papa León X, de fecha 24 de agosto de 1518.

Esto no quita, desde luego, que para algunos autores, como Gregorio de Argaiz, 1675, pensaran que su fundación era anterior, remontándola, cuando menos, a los tiempos en los que San Martín Dumiense andaba machacando todos los santuarios megalíticos que se encontraba en su camino, citando ciertos documentos que, según él –en realidad, reconozco que ignoro si todavía se conservan, aunque no parece que se citen en las fuentes actuales- se encontraban en los archivos de la catedral de Lugo. Posiblemente de esos teóricos orígenes del siglo IX –orígenes, que también comparte el Padre Yepes-, sean algunas de las extraordinarias laudas sepulcrales que todavía se conservan en el recinto monástico, mediante cuyas inscripciones, se sabe al menos el nombre de uno de sus primeros abades: Gundesindo. Y también se sabe quién fue el último abad comendatario, cuando el lugar pasó a depender del cercano monasterio de Santo Estevo: don Fernando de Sequeira.

Por otra parte, y acudiendo también a las fuentes clásicas, difícil resulta no compartir la impresión del Padre Sarmiento, quien, durante una visita y en relación a la fábrica románica de la iglesia, la calificó, admirativa y acertadamente, entre las buenas de la comarca del Sil. Eso no impidió, sin embargo, que en 1835, y a consecuencia de la Desamortización decretada por Mendizábal,  tanto las dependencias del cercano monasterio de Santo Estevo, como las de este otro espléndido monasterio de Santa Cristina, se sumieran en el abandono más absoluto, con el cese de las actividades monásticas, llegando a utilizarse como viviendas particulares, e incluso también, como cuadras y pajares, nota común, por desgracia, a muchísimas e irreemplazables joyas artísticas, como pueden ser –sólo por citar un ejemplo, evidentemente, sin menosprecio a los numerosísimos que, como se ha dicho, existen-, el monasterio soriano de San Juan de Duero o la también ermita soriana de San Miguel de Gormaz.
Más modernas que las pinturas de ésta última -recordemos en ellas, la misma mano o taller que ejecutó el maravilloso conjunto pictórico de San Baudelio de Berlanga y la Vera Cruz de Maderuelo, expuestas las últimas y parte de las primeras (1) en el Museo del Prado de Madrid-, las pinturas que decoran la cabecera de la iglesia de Santa Cristina, no obstante, tampoco tienen desperdicio. En ellas, con evidente intencionalidad, el artista anónimo llamó la atención sobre las herméticas hermandades de canteros medievales, cuando dotó a conocidas figuras del santoral, con símbolos inequívocamente masónicos.

 
Pero, de cualquier modo, santos y santas muy relevantes, al menos en virtud de sus atributos y significados: San Antón, con la tau y la campana; Santiago el Justo o quizás San Judas Tadeo, con la inconfundible escuadra de los carpinteros en la mano; Santa Lucía y Santa Bárbara, una con los ojos -o la visión interior- en una bandeja y la otra con la torre, o la fuerza que la caracteriza, etc (2). Detalles que, junto con la pequeña pirámide que corona la torre –excepcionalmente visible desde los diferentes miradores, pero única en su género, por añadidura, en toda la provincia, si bien dentro del románico característico de algunas zonas como O Cebreiro, se detecta en sus torres la existencia de un pequeño templete de forma cónica- remiten a un conocimiento muy especial; conocimiento, de marcado carácter oriental, como se ha dicho, sobre cuyo origen se podría especular largo y tendido y posiblemente tuviera algo que ver, de acuerdo al periodo al que pertenece –siglos XII o XIII-, con esa corriente arquitectónica traída por los cruzados, incluidos los integrantes de las órdenes militares, de Tierra Santa. Y en relación a ellas, cabría la posibilidad de especular, además, con que alguno de sus caballeros o dirigentes hubiera decidido retirarse y terminar sus días no sólo aquí, sino también en alguno más de los abundantes y formidables monasterios de la región.
Como en el cercano monasterio de San Pedro de Rocas, también son reseñables las características telúricas del lugar, situado en las proximidades de esa curva de ballesta que forma el Sil –parafraseando a don Antonio Machado, cuando describía al Duero a su paso por Soria y San Saturio-, y esos formidables bosques, en los que abunda una especie de árbol muy particular: el castaño o castiñeiro. De hecho, a apenas unos metros de la iglesia de Santa Cristina, se tiene la impresión de revivir los viejos cultos celtas, en un castaño, cuyo aspecto denota una antigüedad bastante más que notable, en el que no sólo se veneran las figuras principales de San Bieito y Santa Cristina, sino que también se aprecia, en las piedras y exvotos cuidadosamente depositados en los huecos del tronco o en las ramas, esa ancestral y pagana costumbre, mantenida en vigencia por los peregrinos de toda época y lugar, de propiciar con su ofrenda el favor de los lares viales.
En definitiva, no sólo se puede considerar a este monasterio de Santa Cristina como uno de los lugares más atractivos de los muchos que se localizan a una y otra parte de esta zona tan especial denominada como Rovoyra Sacrata, que conforma frontera entre las provincias de Lugo y Orense, sino que además, tenemos que considerarlo como un conjunto histórico-artístico de primera magnitud, cuyos misterios y maravillas -atención, también al magnífico rosetón-, bien merecen el esfuerzo, cuando menos, de una atenta y certera visita.
 
 
(1) Creo que todos conocemos el triste destino de la venta de estas extraordinarias pinturas de San Baudelio de Berlanga, y los pormenores de su viaje a Nueva York, donde brillan con todo su esplendor en el Museo The Cloisters, aunque las pocas que se recuperaron y que actualmente se exhiben en el Museo del Prado de Madrid, costaron otro doloroso desaguisado: el cambio de las también magníficas pinturas del ábside de la iglesia de San Martín, en el pueblo segoviano de Fuentidueña.
(2) Suelen ser frecuentes las representaciones de los apóstoles con atributos y herramientas características de los oficios: San Simón, la sierra; Santiago el Menor, el mazo de abatanar; San Matías, el hacha; San Bartolomé, el cuchillo de desollar...

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