La catedral de Lugo


Lugo, qué duda cabe, es el paradigma de ciudad en cuyo nombre persiste el recuerdo inalienable de unos orígenes arcanos, que habría que remontar, cuando menos, a ese año 15 a. de C., cuando las victoriosas legiones romanas de Paulo Fabio Máximo arrasaron el bosque sagrado que los celtas tenían dedicado a una de las principales divinidades de su innominado panteón -Lug, cuyos símbolos totémicos, el cuervo y el lobo, son bien conocidos por la marea de peregrinos que van y vienen por el Camino de Santiago, pues tanto uno como otro pasaron a formar parte de una posterior simbología anexada por el Cristianismo, en figuras tan mistéricas como San Vicente o San Roque, por no mencionar a San Froilán, del que se hablará más adelante-, fundando en su lugar la ciudad de Lucus Augusti, que no tardaría en convertirse en la capital de una Gallaecia que llegó a extenderse hasta las fronteras del Duero. Si del primitivo santuario celta no queda, sino el recuerdo, no ocurre igual con los numerosos restos romanos que, aparte de unas espléndidas murallas en todo parecidas a las de la vecina ciudad de Astorga, continúan apareciendo en un subsuelo herido con el abono de la historia. Hasta tal punto es así, que quien camine por las inmediaciones de la catedral de Santa María, tendrá ocasión de comprobarlo, cuando menos, en los restos de una piscina romana, datados en el siglo IV d. de C., sobre la que los arqueólogos se plantean varias posibilidades: que pudieran haber formado parte de un baptisterio paleocristiano –suposición que base, en que las teselas parecen corresponderse con otros mosaicos cristianos encontrados en diferentes partes de África-, que formasen parte de unos baños termales, o incluso que hubieran pertenecido a un balneum o baño doméstico, similar, quizás, a los que en su momento tuvo la famosa Villa de Materno, que se localiza en la antigua ciudad de Carranque.

Por otra parte, y aunque se sospecha que hubo un templo primitivo antes de que se comenzara el proyecto de la catedral, se ignora prácticamente todo sobre él, salvo que permaneció en pie hasta mediados del siglo VIII, en que fue remodelado por un obispo mítico y repoblador, Odoario. Y debió de ser una remodelación verdaderamente admirable, si tenemos en cuenta que en base a su modelo, el rey Alfonso II mandó edificar la catedral de San Salvador de Oviedo. Como en el caso de ésta, también la catedral lucense cedió progresivamente ante los impulsos renovadores de épocas posteriores, y de esa primera fase románica –su construcción, encomendada al maestro Raimundo de Monforte, se inició en 1129, finalizándose en 1273-, apenas sobrevive la planta en forma de cruz, los paramentos, algún lateral y el triforio, así como una magnífica pieza escultórica, situada en el dintel de la portada principal, que además de representar un espléndido Pantocrátor y una original Última Cena, por las peculiaridades de sus características y diseño, podría ser comparable a las no menos maravillosas esculturas románicas que lucen algunas otras portadas, como la de la iglesia de Santiago, en Carrión de los Condes, o la de San Juan Bautista, en la también palentina localidad de Moarves de Ojeda, sin olvidar aquélla otra que, aunque bastante menos sofisticada y sí más deteriorada –de hecho, a Cristo le falta le cabeza-, se localiza en el interior de la iglesia de San Francisco de Betanzos.

Interesante es, así mismo, la talla gótica de la Patrona de Lugo: la Virgen de los Ojos Grandes: una figura que, aunque perdido el sedentarismo de sus predecesoras, mantiene un completo hieratismo en sus facciones, sujeta al Niño en la mano izquierda, mientras muestra un pecho con la mano derecha. Relevante, también, resulta la capilla de San Froilán, en cuyo retablo principal se puede verificar no sólo lo que se decía al principio sobre la cristianización de animales totémicos de otras culturas, como el lobo, sino que además muestra otra de las facetas evangelizadoras, como es aquella de atraer a una feligresía renuente, haciendo que los antiguos mitos aparezcan aparentemente complacientes y rendidos ante el poder del Dios de la nueva religión, como demuestra el lobo que, según la leyenda y habiéndose comido a la mula del santo predicador, ocupó su lugar, portando sobre su lomo las Sagradas Escrituras. Aparte de otras muchas exquisiteces, como el cimborrio, otros detalles interesantes es la proliferación de dos símbolos de cierta importancia, que no sólo se aprecian en la catedral, sino que también son determinantes dentro de la austera pero interesante arquitectura franciscana lucense: la estrella de cinco puntas y la estrella de David, conocida también como Sello de Salomón.


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