Misterios de Ávila: la Soterraña



Los que pertenecemos a esa generación cuya mirada, como el sol cada atardecer, se dirige hacia las misteriosas aguas del ocaso, allá, en ese lugar sublime del Finisterre, donde el peregrino se reencuentra simbólicamente son sus antepasados, siempre la hemos cantado en nuestros corros y juegos infantiles.



Sencilla e su letra e inconscientes de su auténtico significado, la figura de la Virgen de la Cueva siempre ha estado asociada a unos ritos de la fertilidad, que convertían a la lluvia en la simiente del Dios Padre Cielo, que fertilizaba puntualmente a su consorte, la Diosa Madre Tierra.



De ahí la plegaria del labrador, heredada de la mitología, que reivindicaba aquello de ‘que llueva, que llueva, Virgen de la Cueva’, convenientemente cristianizada con el ulterior estribillo: ‘los angelitos cantan, las nubes se levantan’ y el posterior ‘Amén’, que generalmente en la barriada donde me crié, se sustituía –quién sabe, si por el socialismo imperante en un barrio eminentemente humilde, frente al que los poderes papales y estatales mitraban hacia otro lado, considerándolo sin ley- por un curioso galimatías, que decía: ‘a chupé, a chupé, sentadito me quedé’.



En realidad, hablar de la Virgen de la Cueva, también conocida como la Soterraña o la Subterránea, que en realidad es lo que significa este vocablo, es hablar de aquéllas primeras manifestaciones de origen celta, que veneraban a la Madre Tierra bajo una figura femenina, de color negro, cuyos santuarios solían estar situados en cuevas, que eran, aparte de esas figurativas Piscis Vesicas generadoras de vida, lugares que poseían unas especialidades cualidades, debidas, mayormente, a un fenómeno poco estudiado y reconocido por la Ciencia moderna, como es el telurismo.



Estas imágenes, generalmente solían estar acompañadas por la leyenda ‘Virgine Pariturae’; es decir, ‘la Virgen que parirá o dará a luz’, leyenda que con posterioridad fue sustituyéndose por parte de una sentencia del Cantar de los Cantares, del sabio rey Salomón, en el que la Sulamita o la Reina de Saba, se dirigía a las recelosas mujeres de Jerusalén, diciéndoles aquello de: ‘negra soy, hijas de Jerusalén, pero hermosa’.



Sobre muchos de estos santuarios, el Cristianismo levantó templos, aprovechando el magnetismo que tales lugares despertaban en las poblaciones, eminentemente de origen agricultor, recreando esos espacios sagrados, donde Ceres, Cibeles, Ataecina o Proserpina, entre otras, recibieron culto y veneración.



Uno de tales lugares, se encuentra en Ávila, capital del mundo arévaco, en la cripta, reaprovechada de la original, sobre la que se levantó la imponente colegiata de San Vicente, lugar posiblemente más conocido por contener una de las glorias del arte gótico de nuestro país, como es el cenotafio de los Santos Mártires, donde destaca la recreación de un Pantocrator, donde Cristo no sólo parece surgir del mismo lugar donde posteriormente el artista del Renacimiento italiano Bottichelli situó el nacimiento de su famosa Venus, sino que además muestra en su rostro y en su cabello un hiperbóreo y solar aspecto.



En este lugar, y posiblemente arrodillada frente a la imagen, considerada como muy milagrosa de la Soterraña –cuyo aspecto, por la curvatura de su torso, parece responder a un modelo franco o francés- se nos advierte de que incluso rezó una de las santas más reconocidas y populares del Siglo de Oro español: lógicamente, nuestra Teresa de Jesús.



AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan,  son de mi exclusiva propiedad intelectual y por lo tanto, están sujetos a mis Derechos de Autor.



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