Un paseo por Lara de los Infantes

 


Siempre se ha dicho y no deja de ser una objetiva verdad, que ancha es Castilla. Tan ancha, de hecho, que tiene tal variedad de singularidades y matices, que, en muchos casos, dejan, en el ánimo del viajero, la subjetiva sensación de estar entrando y saliendo, continuamente, de metafóricos universos paralelos, que van moldeando paisajes de características tan especiales, como inolvidables.


Tan ancha, para continuar con esta idea de la soberbia grandeza que tuvo en el pasado, que todavía, al cabo de los siglos, Castilla continúa siendo esa tierra, sembrada con lo más notable del mito y la leyenda, que seduce, irremediablemente, a continuar perseverando por arrancarle, en la medida de lo posible, parte de sus ancestrales e inmemoriales secretos.

Precisamente, es esto último lo que me gustaría intentar mostrarles, en este pequeño paseo por ese verdadero corazón de Castilla, que, de hecho, puede considerarse como el caldo de cultivo de donde surgió, de la mano firme y batalladora de los primeros condes rebeldes castellanos, lo más florido de unas gestas medievales, de las que bien se podría decir que fueron el origen de lo que, con el tiempo y en cuanto a genio literario se refiere, España conocería como el Siglo de Oro: la tierra de Lara.


Durante siglos, tierra que asistió, con especial protagonismo, a ese choque de civilizaciones, que, en el fondo, podría llegar a considerarse que fueron los comienzos de ese periodo histórico conocido como la Reconquista -de hecho, a España se la considera como la antesala de las Cruzadas- Lara de los Infantes es hoy un pueblo que adolece de una melancólica dosis de romántico ostracismo, cabeceando con monótona somnolencia a la sombra, hoy día, prácticamente desaparecida, de su formidable pasado.


Una parte de éste, queda justificada, no obstante, en la vecina población de Quintanilla de las Viñas y lo poco que el viento no se llevó, en relación al monasterio visigodo de Santa María, donde todavía se conserva lo que se supone es la tosca aunque primera representación del Pantocrator que habría de ser una constante, posteriormente, en el Arte Románico, estilo arquitectónico donde Burgos es especialmente prolífico, así como en los mellados restos del viejo castillo, que dominan la cima de una colina cercana y sobre todo, en las terribles modificaciones de una iglesia, que, a juzgar por los restos románicos que todavía conserva, tuvo que ser una meritoria exponente del anteriormente mencionado Arte de la Cristiandad, por antonomasia, como muchos autores, a través de los tiempos, han calificado al Románico.


Dentro del brutal choque arquitectónico que muestra su elemento patrimonial más relevante, la propia iglesia, todavía se vislumbra una excelente portada, orientada a poniente, algunos arcosolios, encajados en el muro sur, parte de lo que en su día fue una segunda portada, también en este mismo sur y el ábside -a cuyo alrededor se mantiene un pequeño cementerio- en el que se aprecian algunas interesantes representaciones escultóricas, que nos remiten, con toda la fuerza de lo que el tiempo y la erosión no han conseguido destruir, a esa manera de ver el mundo y de sentir de unos antepasados, cuyos deseos, al fin y al cabo, no estaban tan alejados de los que podamos tener hoy en día.


En definitiva: un viaje por el recuerdo de un tiempo, que, si no fue mejor, sí que podría considerarse más cercano y apegado a una vida, donde el mito y la tradición eran una pintoresca forma existencial, cuya esencia, lamentablemente, se está perdiendo.


AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, así como el vídeo que lo ilustra, son de mi exclusiva propiedad intelectual y por lo tanto, están sujetos a mis Derechos de Autor.


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