Betanzos: iglesia de Santiago
Betanzos, antigua encomienda que los templarios
establecidos en Galicia permutaron en 1255, y a instancias del rey Alfonso X,
por las martiniegas reales de Zamora, que comprendían las tierras de Aliste y
Alcañices. Una permuta, que seguramente, y después de todo, tuvo un trasfondo
oculto dentro de los planteamientos filosóficos de una orden de caballería que
durante sus aproximadamente doscientos años de existencia, dio cumplidas
muestras de grandeza e ideales, los cuales, en muchas ocasiones, se apartaban de
la ortodoxia previamente establecida. Hablar de los edificios sacros más
emblemáticos de Betanzos, obliga, cuando menos, a ésta pequeña apreciación,
pues aunque no se puede decir que templos como el presente de Santiago, o los
de San Francisco y Santa María del Azogue, que veremos en próximas entradas,
fueran de su autoría, sí se podría afirmar, no obstante, que al menos una parte
importante de su espíritu, sobrevivió en cada uno de ellos.
En la actualidad, el templo de Santiago ha
vuelto a resurgir de su lánguida placidez, como diría Verlaine, en torno a los
dimes y diretes que historiadores, arqueólogos e investigadores mantienen con
relación a una curiosa inscripción que se localiza en uno de los contrafuertes
de su ábside -bueno es recordar, en primer lugar la forma hexagonal de éste, y
a continuación, fijarse en que, a escasos centímetros de la susodicha
inscripción, perviven varios símbolos que no sólo son idénticos a los que se
pueden encontrar en la cercana iglesia de San Francisco, sino también entre los
muchos que se constatan en las losas que se custodian en la iglesia de Santa
María a Nova, en Noya-, de la cual, unos afirman su naturaleza netamente gótica
y otros, quizás no sin fundamento, mantienen la hipótesis gaélica, que no sería
en modo alguno antinatural, si recordamos ciertas referencias de valor, como
podría ser, yéndonos a la vecina provincia de Lugo, el magnífico templo de San
Salvador de Vilar de Donas y sus plausibles orígenes irlandeses. Por
ignorancia, me abstengo de tomar partido por una u otra teoría, detalle que no
me impide, sin embargo, aventurarme en el magnífico universo de la probabilidad
hipotética que otros muchos símbolos, contenidos principalmente en la portada
principal del templo, ofrecen a cualquier investigador, se juegue o no con la
sacrosanta especulación.
No es especulación, por otra parte, constatar que -entre otros- uno de los símbolos más trascendentales que se repite en este templo dedicado al Sanctus Hispaniae Patronus, no es otro que esa perfecta unión de los principios masculino y femenino, representada por el Sello de Salomón, también conocido, vox populi, como Estrella de David. Y subrayo lo de David, porque a este linaje pertenecía la figura estrella cuya vida, dos mil años después, continúa siendo, a la postre, uno de los mayores enigmas de la Humanidad: Jesús, quizás de Nazareth o quizás, como apuntan otras fuentes de las que se hacen eco numerosos investigadores, el Nazareo, lo cual, aunque parecido, no sería exactamente lo mismo.
Generalmente
cerrada al público, excepto en las ocasiones en las que el culto media para la
apertura de sus puertas, su portada oeste o principal, contiene los suficientes
elementos simbólicos como para hacer que la especulación a la que se aludía
anteriormente resulte, si no un Arte, desde luego, sí al menos un apasionante
ejercicio. Ejercicio que podría comenzar, dejando para más adelante el tímpano
y los contenidos de las arquivoltas, en la temática de unos capiteles que, por naturaleza
y aludiendo a ese oportuno recurso que es también la comparación –por muy
odiosa que ésta pueda resultar en ocasiones-, podría ofrecernos la sensación de
un figurado descenso a los infiernos,
como contraposición a esa deliciosa gloria celestial que envuelve al Cristo en
Majestad, que no sólo luce los estigmas de la Pasión bien visibles en manos y
pies, incluida en el costado la herida producida por la lanza de Longinos –como
ocurre en ciertas representaciones de la prestigiosa escuela de Carrión-, sino
que, además, se ve genuinamente acompañado por una serie determinada de
personajes, alguno de los cuales, requiere, por su circunstancia, atributos y
situación, una especial atención. Pies en tierra, pues, y de frente a los
capiteles, no tardaremos en observar que, junto a la presencia de los elementos
de índole mitológica y amenazadora que caracteriza, por regla general, a este
tipo de construcciones –arpías, dragones, serpientes y demonios que constituían
todo un ejemplo, comparativamente hablando, del tránsito del alma por los diferentes estadios del inframundo, como ya
lo testimoniaban, entre otros, los respectivos Libros de los Muertos de culturas aparentemente inconexas, como
sería la egipcia y la tibetana y que, en definitiva, formarían así mismo parte
de esas experiencias, no exentas de moralina-, aparece uno, en particular, cuya
repetitividad, sugiere, quizás, una llamada de atención por parte del cantero:
el león. No sólo símbolo de carácter solar en su faceta positiva, el león, por
alusiones, se relaciona también con Cristo –no olvidemos la referencia acerca
del león de Judá-, y la casa real de
David, aquél mítico rey cuya música –figurativamente hablando-, deleita a los
peregrinos que se detienen a observar su magnífica escultura en la portada de
Platerías de la catedral de Santiago de Compostela. Símbolo presente en el
Pantocrátor como animal representativo del evangelista san Marcos, el león
representa, también, una alusión al Conocimiento. Conocimiento, difícil de
alcanzar –recordemos el alegórico camino
de espinas que lleva a él-, que en algunas ocasiones es preciso arrancar por la fuerza y cuyos dos
ejemplos más significativos, no serían otros que la mansedumbre de Daniel y la
lucha de Sansón. Antagonista, en su faceta nocturna y lunar, otro animal no
menos simbólico, reclama, así mismo, nuestra atención: se trata del lobo. El
capitel en cuestión, nos muestra a una figura arrodillada, en actitud de rezo,
a la que parecen acechar varios lobos. La idea más generalizada –y de hecho, la
más fácil e incluso convenientemente correcta, según los cánones establecidos-,
sería la de ver en ellas una alegoría a la Iglesia y sus enemigos; pero no
olvidemos, por contrapartida, que precisamente éstos, aquellos que la Iglesia
calificaba de herejes –pongamos como ejemplo, a gnósticos y cátaros, entre
otros muchos-, se referían a ella y a sus servidores, como los lobos de Roma. En algunos ámbitos heterodoxos, no obstante, se
cambiaba el calificativo de lobo por el de zorro.
He aquí, algo para meditar, pues, como bien decía Álvaro Cunqueiro, no estaría
de más preguntarse: ¿qué turba el corazón
de un santo que pueda también turbar el corazón de un lobo?.
Mediador entre los estados celestial y terrenal,
la figura ecuestre de Santiago –situados ya en el tímpano-, trae a la memoria
las viejas leyendas medievales y la temprana utilización de la inventiva y la
propaganda como arma política para alentar a unas masas, las cristianas, que ya
para cuando se levantó esta iglesia, en los siglos XIV-XV, se había sacudido
buena parte del yugo musulmán que la mantuvo en un puño durante los siglos
anteriores, si bien aquí, la típica figura del musulmán sucumbiendo ante los
cascos del poderoso caballo del apóstol, se ve sustituida por la de un orante
cristiano, posiblemente implorando su intercesión y ayuda. Por encima de él, la
imaginería desplegada en las arquivoltas, vuelve a jugar con la suspicacia del
observador, atrayendo su atención hacia los personajes situados a ambos lados
de la figura central y preeminente, ocupada por el Cristo in Maiestas. Probablemente referencias a apóstoles y
profetas –llaman la atención, algunos rostros barbados que parecen
materializarse desde lo más profundo de la piedra-, merece la pena fijarse en
la figura femenina que ocupa un indiscutible lugar de preferencia al lado del
Salvador, por delante de las dos figuras que, por sus atributos, podrían
perfectamente corresponder a los dos pilares de la Iglesia: los apóstoles Pedro
y Pablo. Portadora de un frasco o recipiente en las manos, ¿a quién podría
aludir, sino a un controvertido personaje, cuya figura, muy popular durante la
Edad Media, cuyo culto se vio reduciendo progresivamente, sustituido por la figura
de la Virgen María?: María Magdalena. Pero hay algo más, curioso, extraño y
relevante a la vez, en el diseño y personajes de la arquivolta inmediatamente
superior a ésta.
En cuanto al diseño, señalar que la arquivolta en
cuestión, está constituida por al menos una decena de elementos que, a la
manera de arquillos lombardos –por citar un parecido más o menos razonable-,
conforman uno de los símbolos determinantes que aparecen en los crismones: la
letra griega omega, que señala el
fin, en contraposición al sentido de principio que conlleva su opuesta pero
complementaria, la letra alpha. Y lo
más curioso todavía, el detalle que nos remite a lo que se comentaba al
principio de la presente entrada: ¿no parecen, esas parejas de guerreros que se
observan entre los huecos, una alusión, poco menos que inequívoca, a esa orden
religioso-militar que, como se comentaba, tuvo una poderosa presencia en Betanzos
hasta su permuta en tiempos del rey Alfonso X?.
Estos, sólo son algunos de los intrigantes
enigmas que envuelven a esta espectacular iglesia de Santiago, a la que muy
bien se podría aplicar aquél refrán popular, que asevera que de aquéllos lodos, vienen estos barros.
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