Un paseo por la Sierra y el monasterio de Leire

 


Nunca sabremos los verdaderos motivos que empujaron al monje benedictino, Aymeric Picaud, a habla tan mal de una tierra, Navarra, en esa primera guía del Camino de Santiago, que es su famoso Codex Calistino.


Pero lo que este viajero siente, a primera hora de la mañana, cuando esa metafórica mortaja que es la niebla, apenas deja entrever, en toda su soberbia extensión la imponente belleza de la Sierra de Leire, es que se encuentra, sin lugar a dudas, en un lugar, no sólo misterioso, sino también, legendario y por supuesto, muy especial.


Sabe, que en algún de esos picachos, donde el ciervo y el rebeco se ocultan, más o menos a salvo del ataque voraz de unos lobos prácticamente en peligro de extinción, se encuentra, también el sendero ancestral que conduce a la fuente del abad Virila: aquél afortunado monje, cuyos restos permanecen en la cripta del monasterio, de quien se dice que comprobó en primera persona la teoría de la relatividad del tiempo, siglos antes de que el genio de Albert Einstein se pronunciara.


En efecto, todos los peregrinos, viajeros, turistas y curiosos que un día recalan en este insólito lugar, conocen la historia de aquel abad que un día, en las alturas de ese monte, se durmió escuchando el dulce canto de un pajarillo -historia, por cierto, que se repitió más o menos por las mismas fechas, el siglo XII, en el monasterio gallego de Armenteira, con otro monje, de nombre Ero- y se despertó dos siglos después, comprobando que el tiempo, al fin y al cabo, no es, sino un simple parpadeo en el ojo de Dios.


La ensoñación, que no la magia del momento, se rompe cuando los primeros autocares alcanzan la cota de monasterio y van depositando docenas de turistas frente a sus puertas y el viajero, sorprendido, se apresura a subir andando el centenar de metros que le separa del primer aparcamiento, para unirse -¡qué remedio!- a la visita de uno de los lugares clave de un camino mágico, el de Santiago o de las Estrellas, que recomienda hacer, al menos una vez en la vida.


A lo lejos, confundidas con la línea del horizonte y las persistentes nubes de una mañana que amenaza lluvia, las aguas del embalse de Yesa le recuerdan a que a pocos kilómetros de allí, anegan, también, las viejas termas romanas que tanto alivio provocaban en el peregrino medieval y que dieron nombre, al abandonado pueblo de Tiermas: el precio del progreso.


Cierto es, además, que el monasterio ha cambiado mucho desde aquellos nebulosos tiempos del siglo XI en los que, a juzgar por las señales inequívocas de esa portada principal, que aquí lleva el merecido nombre de Porta Speciosa, laboraron misteriosos maestros albañiles, como el de Agüero o de San Juan de la Peña, que fueron dejando maravillosas huellas de su trabajo, no sólo en la cercana iglesia de Santa María la Real, en Sangüesa, sino también en los principales núcleos de población de las vecinas Cinco Villas aragonesas, como Sos del Rey Católico, Luesia o la señorial Ejea de los Caballeros.


Y no obstante, a pesar del tiempo y de las modificaciones, el viejo monasterio de San Salvador, continúa ejerciendo su labor de auxilio y hospedaje, ofreciendo habitaciones, que, si bien austeras, no carecen de comodidades y están escrupulosamente limpias y saneadas.


La iglesia, por otra parte, continúa siendo ese lugar, imponente y magistral, donde cada noche, alrededor de las nueve, los monjes continúan ofreciendo, a todo aquel que quiera escucharlos y de paso, tener una experiencia realmente sorprendente, ese canto gregoriano, cuyo eco, en esa increíble máquina de resonancia que en realidad eran los viejos templos románicos antes de ser invadidos por la absurda presencia de inconsecuentes modificaciones y la inclusión de otros estilos, como el Barroco, suena, verdaderamente especial.




A un lado de la nave, en un arcosolio protegido por una reja, el viajero se detiene un momento, pensando, al ver el viejo arcón que contiene los restos de varios de los reyes de Navarra, que la muerte, al fin y al cabo, es la más justa de las magistraturas, pues no cabe duda de que a todos nos hace iguales, aplicándonos la misma ley, aunque las sepulturas intenten en vano sortearlas. La cripta, no obstante, continúa sorprendiendo también, pues, aparte de la infrecuente y voluminosa apariencia de sus inmemoriales capiteles, que le llegan prácticamente a la altura a una persona y no porque fueran construidos por enanos, sino porque el suelo, con el paso de los siglos, reclama lo que siempre le perteneció y les ha ido comiendo terreno, es un lugar donde el tiempo continúa siendo, como en la famosa historia del abad Virila, cuyos restos guarda, un simple parpadeo en el ojo eterno de Dios.


AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual y por lo tanto, están sujetos a mis Derechos de Autor.


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