San Martín de Teverga: Colegiata de San Pedro
De época prerrománica (1), sin duda, son los formidables capiteles que, cual hercúleos colosos soportan una auténtica montaña de piedra, labrada y colocada en diferentes épocas. Por su longitud, sugieren cierto parecido con aquellos otros que se pueden contemplar en la cripta del monasterio navarro de Leire. No obstante, y a diferencia de éste, los motivos de cuya labra están basados, esencialmente, en universos foliáceos o vegetales, los elementos labrados en los capiteles de ésta Colegiata de San Pedro, conforman un auténtico muestrario, filosófico y antropológico, que ofrecen un variado y a la vez detallado mosaico cultural y cultual -no lo olvidemos- acerca de un pueblo, el astur, siempre reticente a abandonar muchas de sus antiguas costumbres precristianas.
Si bien en el exterior los canecillos nos ofrecen una detallada idea de la fauna autóctona de la región -las cabezas de lobo, zorro, oso y buey, por ejemplo, conviviendo con una amplia gama de cérvidos, algunas de cuyas especies posiblemente estén extinguidas en la actualidad- los capiteles del interior complementan una visión cosmogónica propia, donde conviven ritos y mitos, usos y creencias, cuyo eje centrípeto se localiza en la facultad expresiva y descriptiva del artista. De tal forma, que llama la atención, por ejemplo, observar la figura de un prócer y un siervo junto a sus bueyes, y entre medias de ambos la presencia, significativa, de una espada corta o falcata, perfectamente definida. El poder eclesial y el terrenal; el sacerdote y el siervo que, en otro momento descriptivo se convierte en caballero villano; o lo que es lo mismo, dispone de armas y cabalgadura con las que acudir a la llamada de su rey para combatir al enemigo, presumiblemente musulmán.
Pero no sólo encontramos fijación por la Naturaleza y sus humores como modelo a imitar, sino también, detalle a tener en cuenta, la convivencia -al menos sobre la piedra- de dos formas de espiritualidad antagónicas: la cristiana y la animista y pagana. Lo podemos percibir en otro de los capiteles, que no tiene desperdicio alguno, en cuyo centro se observa la figura de Cristo con la burra de Balaam y un sol. Recordemos el simbolismo añadido a este noble animal que, junto a la figura del caballo, cumple funciones ctónicas siendo, a la vez, vehículo de Conocimiento. No obstante, lo interesante reside a ambos lados de la figura Crística, en esas dos representaciones humanas que definen las concepciones espirituales mencionadas, en las figuras de un sacerdote cristiano y un probable oficiante pagano revestido con una piel de oso. El santo, con las características hojas de palma y la serpiente están también presentes; como presente está, a ambos lados de la nave, el escudo familiar de los Miranda, que reproduce, con sus doncellas, la leyenda, común a muchos ámbitos cristianos peninsulares, del tributo de las doncellas (2).
Más misterios aguardan, no cabe duda, en ésta arca pétrea cargada de retazos de Historia. Uno de los más atractivos, se localiza detrás del altar, en el enigmático Cristo. Un Cristo, probablemente del siglo XIV, llamado del Relicario, porque durante una restauración se descubrió en su nuca un cajoncito que contenía arena; arena que, al ser analizada, se determinó que procedía de Jerusalén. En su mano derecha, le falta un dedo, por lo que cabe suponer que fue burlado en algún momento como recuerdo o reliquia.
Aún en lamentables condiciones de conservación, el claustro ofrece también algunos elementos dispersos, pero interesantes, pertenecientes a diferentes épocas y estilos. Prerrománicos podrían ser, por ejemplo, esa flor de lis -recordemos que, según el Libro de los Reyes, Salomón mandó colocar precisamente una flor de lis en el medio de las columnas Jakim y Boaz, en el modelo de los modelos de los Templos, que lleva su nombre- y un caballero, que quizás denoten un origen franco. Destacable, así mismo, es la presencia de los llamados hombres verdes, oscuros, esotéricos, y a la vez guardianes de una arcaica tradición.
Por último, añadir que en una sala anexa al claustro, un pequeño museo, maravilla con la visión de algún capitel románico, de origen desconocido -destaca una Virgen con Niño esculpidos con gran calidad en la piedra-, parte de las joyas donadas por Doña Urraca, o espanta, con la visión de los cadáveres incorruptos de Pedro Analso de Miranda, abad de la Colegiata, obispo de Teruel, inquisidor y consejero del rey Felipe V, y de su padre, el segundo marqués de Valdecarzana.
(1) Los capiteles no son originarios del lugar, sino que pertenecían a la iglesia de un pueblo cercano, despoblado, cuya referencia el guarda no supo o no quiso darnos durante la visita.
(2) Otro de los lugares donde más arraigo tiene ésta temática, es en Carrión de los Condes, en pleno Camino Jacobeo. En Villalcázar de Sirga, en el antiguo hospital de los templarios, hoy en día reconvertido en restaurante, hay un cuadro de época que representa la mencionada leyenda. El nexo de unión, por su culto en el antiguo reino astur y su protagonismo en la historia, serían los bóvidos.
Comentarios
En realidad, este "redescubrimiento" medieval de la Naturaleza "a través de Dios", no es más que la continuidad de la devoción que el mundo antiguo sentía por la misteriosa, terrible y bondadosa Madre Naturaleza. El pensador medieval, es consciente de este sincretismo, así, Abelardo, en su "Ética", evoca a los "demonios" conocedores de los secretos medicinales de las hierbas, simientes, árboles y piedras. Demonios, que no son otra cosa que los "suplentes" de aquellos genios rústicos de la antigüedad.
Por ello, no es extraño que en los templos románicos aparezcan tantos y tantos símbolos referidos al mundo natural: animales, vegetales, etc.
Cuando veamos, pues, esos símbolos de la Naturaleza en los templos románicos, recordemos con Adam Escoto que, para la humanidad medieval: "La primera visión de Dios consiste en el conocimiento de su obra", así la contemplación del mundo natural se convierte en la puerta de la revelación interior.
Salud y fraternidad.