sábado, 17 de octubre de 2009

Santa María de Tiermes

En el paisaje, es el alma del artista lo que debe reflejarse, solía afirmar, con absoluta convicción, Caspar David Friedrich, uno de los grandes representantes del romanticismo pictórico alemán. El tiempo, sin duda el mayor y a la vez el más hábil de los ladrones, no ha consentido -siquiera susurrándolo en un momento de involuntaria debilidad- hacernos llegar el nombre del artista que, aproximadamente por los idus del año 1136, imaginó lo que en un principio se denominó como el monasterio de Sancta Maria de Termis.

Ahora bien, si se desconoce el nombre, así como el origen de aquél misterioso maestro que desarrolló parte de su técnica y de su arte en aquél punto donde se sabe que confluían importantes calzadas utilizadas durante siglos, indistintamente, por bárbaros, moros y cristianos -siendo las principales, aquéllas que iban de Segontia a Uxama y de Tiermes a Septempublicam (Sepúlveda)- después de un vistazo, no entra dentro de lo ignoto, visualizar parte del alma, o al menos la suficiente esencia de la misma, que éste quiso que fuera, más que su nombre, el fiel reflejo y legado de su personalidad.

A lo mejor resulta que sí, que el viento que se cuela a través de esa rememoración simbólica de las puertas de Jerusalén que conforma su galeria porticada, señale, a la vez que ejerce su función erosiva, la firma de este maestro. Pero en la actualidad, ya es tarde, por no decir imposible, identificarla en ese repugnante e impío maremágnum de graffitis modernos, que delatan una irrespetuosa y bárbara acción, de gente que luego retorna a casa contándole a sus amistades lo maravilloso que es el lugar.

Imaginémonos, pues, que en la mente de nuestro maestro desconocido, fue tomando cuerpo la idea fundamental de una iglesia y una hospedería, cuyos restos, en mayor o en menor medida conservados, aún se pueden vislumbrar hoy en día.


La hospedería dispondría, básicamente, de varios edificios sencillos, donde el peregrino encontraría camastro y lavadero, y que estarían situados en paralelo a la galería porticada de la iglesia el primero, y cerrando la cuña, plantando cara a la formidable espadaña aunque un poco ladeado hacia la izquierda, el segundo. Una espadaña que, viéndose en la distancia, sería como un faro para el peregrino que, a medida que iba acortando la distancia -bien procedente de las duras estribaciones esteparias de la Sierra de Pela, de la recién conquistada San Esteban de Gormaz, o quizás, bajando de Tarancueña o Retortillo- iría observando, cada vez con mayor detalle, la idea hecha realidad del maestro constructor. Una idea que, común a todos los grandes maestros constructores de la época, contendría dos grandes principios filosóficos a tener en cuenta: Arquitectura y Espiritualidad.
De tal forma que, al acercarse y tener la oportunidad de contemplarla en toda su dimensión, el peregrino estaría participando del sueño hecho realidad de nuestro Magister Muri, situado frente a un templo de una sola nave, de forma rectangular, de presbiterio recto y ábside de tambor, entre otras varias características.
Ahora bien, su visión panorámica del templo no quedaría debidamente satisfecha si, atendiendo sólo a niveles arquitectónicos y estéticos, olvidara el mensaje fundamental contenido en ellos. Un mensaje que, conociendo el nivel pedagógico del símbolo, el Magister ha plasmado en la piedra, seguramente recurriendo al subterfugio de los dobles significados para revelar una verdad aparente y otra verdad trascendente u oculta.
Con referencia a ello, posiblemente se fijara, en primer lugar, en las curiosas figuras de los canecillos del ábside: la piña le traería a la mente una posible alusión a la pretendida unión del Cristianismo o un símbolo de inmortalidad; el rostro estúpido y afectado del borracho que porta sobre los hombros un enorme barril, le recordaría el precepto de beber con mesura y a la vez, podría hacerle pensar en ritos de evidente origen pagano, relacionados con divinidades como Baco.
Puede que, quizás, uno de los que le resulte más sugestivo, sea aquél que aparentemente representa una sencilla imagen de carácter cinegético, en la que una rapaz -seguramente un águila- mantiene a una serpiente atrapada en su pico.