
(1) Javier Sainz Saiz: 'El románico en Burgos', Ediciones Lancia, 2ª edición, 2005, página 81.
(1) Javier Sainz Saiz: 'El románico en Burgos', Ediciones Lancia, 2ª edición, 2005, página 81.
(1) 'Asturias, herencia de piedra', César García de Castro y Sergio Ríos, Ediciones Trea, S.L., 1ª edición, octubre de 1999, página XI.
(2) Es de resaltar que este animal, el lobo, se vea sustituido, en la iconografía cristiana, por el perro, siendo el compañero de oscuros santos -y digo oscuros, porque en mi opinión, rondan paganismo por cuatro costados- devocionalmente populares, como San Roque, y de no menos curiosas santas, con referencias ctónicas, como Santa Quiteria. Un buen ejemplo de ésta última, podemos localizarlo en el castillo oscense de Loarre, a la entrada de la cripta a ella dedicada.
Imaginemos ahora, que nuestra visita comienza por la zona absidal, muy modificada, como el resto del templo, pero donde observaremos algunos detalles, que nos llamarán inmediatamente la atención. Uno de ellos podría ser, sin ir más lejos, ese murete de contención, en la parte central, que nos priva de la visión -hemos de suponer que por eliminación, en época moderna- del típico ventanal con capiteles que debió de tener en sus orígenes. Hay dos ventanas a los lados, de forma rectangular, que parecen haber sido cortadas a pico, también en época reciente, y que, por añadidura, le restan ese atractivo genuino y calculado que, unido a la central, permitía la entrada de la luz solar y por consiguiente la iluminación natural del altar. Tanto el ábside, como las capillas añadidas a ambos lados -y aquí entramos en tema- están provistas de series de canecillos, que conforman un peculiar código simbólico. Y utilizo el término código porque, tras un atento vistazo, no tardaremos en darnos cuenta de la repetitividad de una serie de elementos, de variado y a la vez rico simbolismo. Cabe mencionar, entre estos, los siguientes: el mono, que obscenamente se sujeta el miembro viril con su mano izquierda; las dos serpientes reptantes; el águila, con las alas extendidas y una presa -el deterioro no permite precisar de qué tipo- entre sus garras; y por supuesto, el hombre, en actitud obscena también, similar a la del mono, cuyas características recuerdan la escuela de Cervatos, en la vecina Cantabria. Puede que el gremio o la escuela de cantería no fueran la misma, pero sí parte del mensaje que, como los famosos músico y bailarina del denominado Maestro de Agüero y de San Juan de la Peña, se han localizado lejos de su, a priori, ámbito de influencia, como se demuestra en sendos canecillos que se pueden observar en la iglesia situada a las afueras de Rienda, Guadalajara.
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Opinan algunos autores (1), que aún obviando a priori el detalle de su aparente sencillez, Santa María de Narzana fue fundación monástica, presumiblemente -esto es añadido propio- a mediados del siglo XII o principios del siglo XIII. En esas épocas debemos situar la portada abocinada, así como otros interesantes elementos decorativos incorporados en su ábside. Interesa saber, también, que algunos de estos elementos coinciden, en mayor o menor proporción, con los que se pueden contemplar en otras iglesias, situadas en concejos vecinos. Podría ser el caso, sin ir más lejos, de la iglesia de San Esteban de Aramil, que se localiza en el vecino concejo de Pola de Siero, a escasa distancia de la Autovía a Santander.
La portada, aún a pesar de que los estragos del tiempo -incendios provocados y saqueos incluidos, que no permiten adivinar en algunos casos sus elementos-, ofrece un interesante muestrario simbólico, del que se puede comenzar a hablar, comentando, por ejemplo, los capiteles. En ambos laterales, el motivo de los capiteles coincide: vegetales y grifos. Los grifos del capitel de la derecha, no obstante enfrentados, muestran un detalle que puede o no, ser relevante, pero que sin duda resulta curioso: el número de dedos en las patas y en las garras de estos fantásticos animales, varía de tres a cuatro. Interesante se ha de considerar, así mismo, por el simbolismo solar que conllevan, los motivos vegetales en forma de esvástica o martillo de Thor, de carácter levógiro por su orientación hacia la izquierda o, si se prefiere, en sentido inverso al movimiento de las agujas del reloj.
Por encima del capitel de la izquierda, y a modo de cenefa, se observa una escena de caza que, en cierto modo, complementa otros usos y costumbres que se vislumbran en las metopas localizadas en la parte superior del pórtico, junto a la temática simbólica desarrollada por el cantero en los canecillos. Entre los motivos de las referidas metopas, podemos reseñar una escena de lucha libre, una posible Adoración, Daniel rodeado de leones, y una especie de disco solar, que muy bien pudiera estar formado por una o varias serpientes enroscadas. Por otro lado, entre las representaciones de los canecillos, no faltan aquéllas que, objetivamente hablando pueden calificarse de escenas cotidianas -diversos personajes, incluido un hombre armado con un arco- y por supuesto, los monstruos, representativos, en principio, de vicios y pecados. Común, como en muchos otros templos del Principado, en el pórtico tampoco faltan, así mismo, los motivos ondulados que, aparte de representar el mar, con su eterno movimiento transmitido en las olas, puede hacer alusión, también, al origen foráneo de los constructores.
Este motivo ondulado, lo encontramos también en el ventanal central del ábside, siendo vegetal o foliáceo el motivo decorativo de los capiteles. También aquí, en la zona absidal, se repiten las secuencias ilustrativas conformadas por metopas y canecillos, en las que, aparte de motivos florales, se repite, y en varias ocasiones, aquélla representación solar, que anteriormente mencionaba, aventurando la posibilidad de que pudiera estar formado por una o varias serpientes enroscadas. ¿Un ouroboros, quizás?.
Por último, y en referencia a los motivos que ilustran los canecillos, se puede observar que éstos, referidos a unos artilugios que bien pudieran ser armas, hondas para ser exactos, se repiten; como se repiten, además, que conllevan un mensaje -hemos de suponer que evangelizador- representado por un personaje de aspecto clerical, que muestra un libro abierto en sus manos. Hacia el centro, aproximadamente, del medio círculo formado por el ábside -en similar posición y de similares caracteristicas a aquél otro que se localiza en la iglesia de San Esteban de Aramil- dos serpientes enroscadas sobre una especie de vara o palo, conforman el caduceo de Hermes, posteriormente asumido por el dios romano Esculapio y símbolo ancestral de la medicina.
(1) Luis Díez Tejón: 'Prerrománico y románico en Asturias', Ediciones Lancia, 3ª edición, 2008, página 81.
De época prerrománica (1), sin duda, son los formidables capiteles que, cual hercúleos colosos soportan una auténtica montaña de piedra, labrada y colocada en diferentes épocas. Por su longitud, sugieren cierto parecido con aquellos otros que se pueden contemplar en la cripta del monasterio navarro de Leire. No obstante, y a diferencia de éste, los motivos de cuya labra están basados, esencialmente, en universos foliáceos o vegetales, los elementos labrados en los capiteles de ésta Colegiata de San Pedro, conforman un auténtico muestrario, filosófico y antropológico, que ofrecen un variado y a la vez detallado mosaico cultural y cultual -no lo olvidemos- acerca de un pueblo, el astur, siempre reticente a abandonar muchas de sus antiguas costumbres precristianas.
Si bien en el exterior los canecillos nos ofrecen una detallada idea de la fauna autóctona de la región -las cabezas de lobo, zorro, oso y buey, por ejemplo, conviviendo con una amplia gama de cérvidos, algunas de cuyas especies posiblemente estén extinguidas en la actualidad- los capiteles del interior complementan una visión cosmogónica propia, donde conviven ritos y mitos, usos y creencias, cuyo eje centrípeto se localiza en la facultad expresiva y descriptiva del artista. De tal forma, que llama la atención, por ejemplo, observar la figura de un prócer y un siervo junto a sus bueyes, y entre medias de ambos la presencia, significativa, de una espada corta o falcata, perfectamente definida. El poder eclesial y el terrenal; el sacerdote y el siervo que, en otro momento descriptivo se convierte en caballero villano; o lo que es lo mismo, dispone de armas y cabalgadura con las que acudir a la llamada de su rey para combatir al enemigo, presumiblemente musulmán.
Pero no sólo encontramos fijación por la Naturaleza y sus humores como modelo a imitar, sino también, detalle a tener en cuenta, la convivencia -al menos sobre la piedra- de dos formas de espiritualidad antagónicas: la cristiana y la animista y pagana. Lo podemos percibir en otro de los capiteles, que no tiene desperdicio alguno, en cuyo centro se observa la figura de Cristo con la burra de Balaam y un sol. Recordemos el simbolismo añadido a este noble animal que, junto a la figura del caballo, cumple funciones ctónicas siendo, a la vez, vehículo de Conocimiento. No obstante, lo interesante reside a ambos lados de la figura Crística, en esas dos representaciones humanas que definen las concepciones espirituales mencionadas, en las figuras de un sacerdote cristiano y un probable oficiante pagano revestido con una piel de oso. El santo, con las características hojas de palma y la serpiente están también presentes; como presente está, a ambos lados de la nave, el escudo familiar de los Miranda, que reproduce, con sus doncellas, la leyenda, común a muchos ámbitos cristianos peninsulares, del tributo de las doncellas (2).
Más misterios aguardan, no cabe duda, en ésta arca pétrea cargada de retazos de Historia. Uno de los más atractivos, se localiza detrás del altar, en el enigmático Cristo. Un Cristo, probablemente del siglo XIV, llamado del Relicario, porque durante una restauración se descubrió en su nuca un cajoncito que contenía arena; arena que, al ser analizada, se determinó que procedía de Jerusalén. En su mano derecha, le falta un dedo, por lo que cabe suponer que fue burlado en algún momento como recuerdo o reliquia.
Aún en lamentables condiciones de conservación, el claustro ofrece también algunos elementos dispersos, pero interesantes, pertenecientes a diferentes épocas y estilos. Prerrománicos podrían ser, por ejemplo, esa flor de lis -recordemos que, según el Libro de los Reyes, Salomón mandó colocar precisamente una flor de lis en el medio de las columnas Jakim y Boaz, en el modelo de los modelos de los Templos, que lleva su nombre- y un caballero, que quizás denoten un origen franco. Destacable, así mismo, es la presencia de los llamados hombres verdes, oscuros, esotéricos, y a la vez guardianes de una arcaica tradición.
Por último, añadir que en una sala anexa al claustro, un pequeño museo, maravilla con la visión de algún capitel románico, de origen desconocido -destaca una Virgen con Niño esculpidos con gran calidad en la piedra-, parte de las joyas donadas por Doña Urraca, o espanta, con la visión de los cadáveres incorruptos de Pedro Analso de Miranda, abad de la Colegiata, obispo de Teruel, inquisidor y consejero del rey Felipe V, y de su padre, el segundo marqués de Valdecarzana.
(1) Los capiteles no son originarios del lugar, sino que pertenecían a la iglesia de un pueblo cercano, despoblado, cuya referencia el guarda no supo o no quiso darnos durante la visita.
(2) Otro de los lugares donde más arraigo tiene ésta temática, es en Carrión de los Condes, en pleno Camino Jacobeo. En Villalcázar de Sirga, en el antiguo hospital de los templarios, hoy en día reconvertido en restaurante, hay un cuadro de época que representa la mencionada leyenda. El nexo de unión, por su culto en el antiguo reino astur y su protagonismo en la historia, serían los bóvidos.
Eso sí, verá a mano derecha, poco después de dejar la aldea, un cartel indicativo del monumento que, señalando hacia una carreterilla comarcal sumida en el crepúsculo por el bosquecillo que la flanquea, a uno y otro lado, se pierde en lo desconocido, corcoveando como el cuerpo de ese mitológico cuélebre, tan renombrado en lo más florido de las tradiciones locales. Sentirá apuro, posiblemente, pensando en la aparente estrechez de esas típicas carreterillas comarcales asturianas, deseando no cruzarse con ningún vehículo, al menos hasta llegar a la teórica seguridad del pueblo. Conductor o no de la Meseta, en las casinas del pueblo -apiñadas a un lado y desperdigadas a otro- observará algunos detalles interesantes, como ese antiguo remedio popular para atraer la buena suerte, que no es otro que el derivado de colgar herraduras en la puerta; o verá, deslumbrado por sus colores, pequeños bosquecillos florales decorando rincones y barandas de hórreos centenarios, sin otros símbolos aparentes, tan característicos de estas construcciones en otros lugares y concejos.
Por otra parte, y reposando sobre un mullido colchón de césped, la visión de la iglesia de Santa María le parecerá la de un arca primigenia, a la que un ocasional Noé medieval quiso dotar con un mástil que, bien por necesidad o bien por comodidad, desvirtúa un conjunto nacido con la medida y la proporción previstas en la mente geométrica de un maestro pescador de hombres. Reparará, sobre todo, en esas maravillosas celosías, realizadas artesanalmente en una sola pieza, cuyos motivos, crucíferos y mandálicos, ejercerán sobre su psique señales subliminales de magnética atracción.
Algún viajero, avispado observador de románico peninsular, pensará haber visto alguno de esos mandalas en construcciones independientes, lejanas en el tiempo y ajenas a la provinica y pensará que esa especie de flor nuclear de cuatro hojas, la ha visto en iglesias castellanas, como la de Santa Coloma de Albendiego; precisamente el lugar, situado a la vera de la paradigmática Sierra de Pela, donde algunos historiadores sitúan el probable emplazamiento de la misteriosa Alhándega, el sitio, quebradizo y vital para emboscadas, que significó la debacle total para el ejército moro que se retiraba mal herido de Simancas.
Pero pocos sabrán, que en el fondo, lo que tienen ante sus ojos, es un fiel reflejo del mundo de Maya, el mundo de la ilusión que, por fortuna, le hace mantener un aspecto similar al que tenía antes de que las hogueras de la revolución minera de 1934 lo echaran a perder. En el fondo, se puede decir que es toda una suerte, en comparación con la irreparable pérdida de otros templos de similares características, como el de la cercana Santolaya.
Algo decididamente especial tenía que tener este templo, cuando el día 16 de septiembre del año 893, siete obispos (2) -número emblemático por excelencia- acudieron a su consagración, según consta en la lápida consagracional que se puede ver en la denominada Capilla de los Obispos, situada al final de uno de los tramos laterales, haciendo esquina con el ábside.
Pero son detalles meramente circunstanciales, en mi opinión, si los comparamos con la impresionante sensación de respeto que produce pisar el interior de un lugar de tan longeva antigüedad, donde el eco de los propios pasos parece confundirse con los gemidos de dolor que exhalan, desde unos lienzos machacados por el tiempo y el olvido, los débiles fragmentos de lo que un día hábiles manos, probablemente mozárabes, dejaron como testimonio de artesanía y devoción. Debido a ello, cuesta creer que, en realidad, uno contempla angustiado los poco menos que irreconocibles fragmentos de una auténtica Capilla Sixtina que feneció, curiosamente, en siglos donde se supone que el raciocinio y la ilustración fueron factores determinantes. Las cruces asturianas de la capilla principal del ábside, atraen, no obstante, poderosamente la atención, haciendo que el curioso, por no decir el soñador, se pregunte quiénes fueron en realidad esos ángeles que la Tradición -bendito tesoro- asevera que hicieron en una noche el original que se guarda en la Cámara Santa de la catedral de Oviedo, en compañía de la Cruz de la Victoria con la que don Pelayo hiciera el milagro de Covadonga. Sobrevive, si mal no recuerdo, en la capilla de la Epístola, dedicada a la figura de San Juan Bautista -la del Evangelio, rinde homenaje a Santiago el Zebedeo- un rubicundo e intruso angelote renacentista, que indica una sobre exposición pictórica en época indeterminada.
Visita obligada es, también, el monasterio cisterciense de Santa María, situado en el mismo prado, a escasos metros del Conventín, que dispone de hospedería para el peregrino, detalle interesante, pues el Valle de Boides está situado a 26 kilómetros de Oviedo, en pleno Camino de Santiago, siguiendo una ruta en la que destacan, principalmente, los templos de Santiago el Mayor y San Román, en Sariego y el de Santa María de Narzana, en las proximidades, a unos tres kilómetros escasos de la población de Vega.
(1) Inscripción localizada en el dintel del pórtico de entrada. Similares inscripciones se localizan, también, en el dintel de la puerta lateral del lado sur ('Cuida, Salvador nuestro, de este santo templo, edificado en este santo solar; si del coto pretendieran llevarse temporalmente fundos o siervos o cualquier cosa un vendedor, un ladrón o ratero, que sea quemado con todos los impíos en el infierno'), y en el dintel de la puerta lateral del lado norte ('Si algunos tratara de llevarse estos nuestros dones, que aquí en tu honor pusimos, que sufra una terrible muerte, entre males sin fin, que deplore en compañía de Judas').
(2) Rudesindo de Dumio; Nausti de Coímbra; Sisnando de Iria; Arnulfo de Astorga; Argimiro de Lamego; Recaredo de Lugo y Elécanes de Zaragoza.
A mitad de camino, la pequeña abertura de una cueva, censurada su entrada por una verja de hierro, nos hará plantearnos la cuestión de un posible eremitismo, e incluso, pensar en la posibilidad de alguna reminiscencia cultual anterior, paleolítica, rica en la mayoría de las cuevas de la cornisa cantábrica, que tantos y tan extraordinarios tesoros esconden en su interior.
Llegados a la cima de la colina, inmóvil sobre un apacible mar de relajante tonalidad verde esmeralda, veremos un arca prodigiosa que permanece adormecida desde hace algo más de un milenio. Merece la pena sentarse sobre la blanda hierba y contemplarla en toda su extensión: proporcionada y geométricamente perfecta, con su planta en forma de cruz, de serena elegancia y porte humilde, recatado; sin señas de identidad, a excepción de ese estilo particular que la presupone nacida en la imaginería de los talleres ramirenses, sin servirse de la misma mano, sin embargo, que diseñó el Naranco y Lillo. Enigmática en su resignada soledad, pero custodia, no obstante, en su interior, de huérfanos visigodos, joyas de un mundo perdido, cuyas paredes aún sofocan los ecos triunfales de antiguos loes a Iupiter Tonante y otras divinidades ancestrales, tiempo ha olvidadas de la memoria de los hombres.