jueves, 5 de noviembre de 2020

Lugares misteriosos de Cantabria: la Colegiata de Santillana del Mar



Dicen de nosotros, los españoles, que somos un pueblo capaz de sacar oro hasta de una alcuza, lo que después de todo, no significa otra cosa, salvo que tenemos un acusado sentido de la crítica y del ingenio.



Quizás por eso, uno de nuestros más excelsos escritores del Siglo de Oro, el siempre enigmático don Miguel de Cervantes, ya nos definió, de alguna manera, cuando creó una obra maestra, cuyo protagonista era un ingenioso hidalgo, como no podía ser menos: don Quijote de la Mancha.



El ingenio ha hecho, que tengamos una extensa variedad de refranes y dichos populares, hasta el punto de que, siquiera sea por una inquieta cuestión de afilar los agudos cuchillos de la crítica o simplemente por una humana cuestión de envidia, seamos capaces de molestar a algunos de nuestros vecinos, calificando a su pueblo como el de las dos o el de las tres mentiras.



Por ejemplo, en la Mancha dicen que Puertollano –pueblo cercano a la cervantina Argamasilla de Alba- es el pueblo de las dos mentiras, porque ni es puerto ni es llano.



Lo mismo ocurre en Cantabria con Santillana del Mar, al que se conoce como el pueblo de las tres mentiras, puesto que no es santo, ni es llano ni tampoco tiene mar.



De hecho, quien se tome la molestia de acercarse hasta allí, verá que Santillana del Mar no sólo es un bastión cultural de primera magnitud, sino que además, es también uno de los pueblos más hermosos de esta entrañable tierra cántabra, cuyas epopeyas en su lucha contra la todopoderosa Roma, junto con las astures y las vascas, quedaron recogidas por el gran historiador alemán Adolf Schulten, en un extenso y documentado trabajo, que lleva por título las guerras cántabras.



Santillana del Mar tiene, además, dos tesoros de indiscutible valor: las celebérrimas cuevas de Altamira, cuyas maravillosas representaciones demuestran que al igual que en las grandes praderas norteamericanas, en España también hubo bisontes y por supuesto, esa maravillosa enciclopedia de piedra y geometría sagrada, que es su impresionante Colegiata.



Dedicada a la enigmática y discutible figura de Santa Juliana –enigmática fémina de armas tomar y torturadora de demonios, que volvemos a encontrar con sobresaliente presencia en el norte de Burgos, en las Merindades y sobre todo en las espeluznantes representaciones escultóricas de la iglesia de Santa María de Siones- esta notable joya románica hunde sus raíces en los albores de los siglos XI-XII, si bien se cree que se levanta sobre un monasterio anterior, del que no ha sobrevivido nada.



Más o menos por la Leyenda Dorada de Santiago de la Vorágine, sabemos que esta enigmática santa –y vuelvo a recalcar lo de enigmática, porque bajo mi punto de vista, su existencia es tan dudable como la santa Mariña gallega o la santa Eufemia extremeña- se nos dice que Juliana procedía de Bitinia, donde fue martirizada por orden del emperador Diocleciano.



De hecho, frente al altar, figura el emblemático sepulcro que supuestamente recoge sus reliquias mortales, en el que se puede apreciar una imagen de la santa, con el demonio martirizado a sus pies.



No muy lejos de éste, otro sepulcro anima a la especulación, permaneciendo los restos mortales que alberga, en el más absoluto de los misterios y donde una inscripción, en caracteres latinos, llama a la meditación: ‘viví feliz con mi esposa y con mi padre el rey. Convertido en cenizas espero que el tiempo pase en esta tumba. Te darás cuenta que la abundancia de riquezas ha desaparecido en mí, por no haber podido vencer a la muerte’.



Nadie se atreve a pronunciarse acerca de quién fue este personaje, al parecer real; pero su mensaje, cristalino como el agua, recuerda aquella máxima latina, Carpe Diem, que aconseja vivir el momento.



Y vivir el momento, es aprovechar el tiempo con intensidad, aceptando la invitación al sosiego, a la contemplación, que dirigida desde el vecino claustro, nos reta a introducirnos, por la golosa conformación de las esculturas de sus capiteles, en el mundo perdido de los arquetipos.



Un claustro, que permanece generalmente en penumbras en su lado norte, no en vano representativo de ese frío mortal e hiperbóreo, donde los monjes medievales creían que moraba el Anticristo, el Satán de las Sagradas Escrituras, antes de que algún avispado dominico inventara las famosas calderas del Infierno, a las que el refranero español -¿recuerdan lo que les comentaba al principio sobre nuestro innato ingenio?- se refería popularmente como las calderas de Pedro Botero.



No es de extrañar, por tanto, que en este lado norte, entre unos claroscuros que los rayos del sol apenas pueden penetrar, un curioso capitel nos recuerde la terrible lucha del arcángel San Miguel con la feroz serpiente, que esta fenomenal representación, adquiere dimensiones realmente monstruosas como corresponde al terrible Cuélebre, el serpentón o dragón de la antiquísima mitología cántabro-astur.



Pero si hay una temática que destaca sobre las demás, tanto en los capiteles, como en los innumerables canecillos que conforman las ilustraciones pétreas de esta imponente Colegiata de Santillana del Mar, y un tema, por añadidura, afín al románico de Cantabria, es esa réplica al Kama Sutra hindú, que posteriormente el Marqués de Santillana, con una elogiosa candidez, definió como el Libro de Buen Amor, que fue la precursora del desencadenante freudiano sobre la libido: el erotismo.



La mayoría de estas representaciones, obscenas en opinión de algunos, pero realistas y un tesoro antropológico en opinión de otros, fueron convenientemente censuradas por el martillo pilón de un obispado moderno, que ya a partir del siglo XVI prohibió las célebres representaciones de la Virgen de la Leche –la Virgen amamantando al Niño- porque veía en la exposición de un pecho, una clara invitación a la lujuria, sin entender un acto de lo más natural ni tampoco tomar en consideración lo que subyace en la Mandorla o Piscis Vesica, sobre la que generalmente se representa a Cristo in Maiestas o en Majestad.



Muchos de estos canecillos, como digo, mutilados por la furia misógena de los obispos modernos, forman un pequeño museo en ese mismo lateral del claustro, que aun situado frente al fondo sur, el que debía de ser el más cálido por recibir de continuo los rayos del sol, permanece también en penumbras a consecuencia de la hiedra y las enredaderas que ascienden indolentemente por sus arcos, hasta formar una tupida cortina, que le ofrece, sin embargo, un aspecto notablemente melancólico y peculiar.



De cualquier manera, lo que sí que es cierto, es que Santillana del Mar es un lugar que merece la pena conocer, independientemente de que el acceso a sus famosas cuevas de Altamira sea prácticamente imposible y donde dejarse llevar por el hechizo de sus calles y casas y sobre todo, por el encanto tan especial de su Colegiata, una de las cuatro Colegiatas, a cual más interesante, que tiene este mágico rincón de nuestro norte, que es Cantabria.



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martes, 27 de octubre de 2020

Misterios de Ávila: la Soterraña



Los que pertenecemos a esa generación cuya mirada, como el sol cada atardecer, se dirige hacia las misteriosas aguas del ocaso, allá, en ese lugar sublime del Finisterre, donde el peregrino se reencuentra simbólicamente son sus antepasados, siempre la hemos cantado en nuestros corros y juegos infantiles.



Sencilla e su letra e inconscientes de su auténtico significado, la figura de la Virgen de la Cueva siempre ha estado asociada a unos ritos de la fertilidad, que convertían a la lluvia en la simiente del Dios Padre Cielo, que fertilizaba puntualmente a su consorte, la Diosa Madre Tierra.



De ahí la plegaria del labrador, heredada de la mitología, que reivindicaba aquello de ‘que llueva, que llueva, Virgen de la Cueva’, convenientemente cristianizada con el ulterior estribillo: ‘los angelitos cantan, las nubes se levantan’ y el posterior ‘Amén’, que generalmente en la barriada donde me crié, se sustituía –quién sabe, si por el socialismo imperante en un barrio eminentemente humilde, frente al que los poderes papales y estatales mitraban hacia otro lado, considerándolo sin ley- por un curioso galimatías, que decía: ‘a chupé, a chupé, sentadito me quedé’.



En realidad, hablar de la Virgen de la Cueva, también conocida como la Soterraña o la Subterránea, que en realidad es lo que significa este vocablo, es hablar de aquéllas primeras manifestaciones de origen celta, que veneraban a la Madre Tierra bajo una figura femenina, de color negro, cuyos santuarios solían estar situados en cuevas, que eran, aparte de esas figurativas Piscis Vesicas generadoras de vida, lugares que poseían unas especialidades cualidades, debidas, mayormente, a un fenómeno poco estudiado y reconocido por la Ciencia moderna, como es el telurismo.



Estas imágenes, generalmente solían estar acompañadas por la leyenda ‘Virgine Pariturae’; es decir, ‘la Virgen que parirá o dará a luz’, leyenda que con posterioridad fue sustituyéndose por parte de una sentencia del Cantar de los Cantares, del sabio rey Salomón, en el que la Sulamita o la Reina de Saba, se dirigía a las recelosas mujeres de Jerusalén, diciéndoles aquello de: ‘negra soy, hijas de Jerusalén, pero hermosa’.



Sobre muchos de estos santuarios, el Cristianismo levantó templos, aprovechando el magnetismo que tales lugares despertaban en las poblaciones, eminentemente de origen agricultor, recreando esos espacios sagrados, donde Ceres, Cibeles, Ataecina o Proserpina, entre otras, recibieron culto y veneración.



Uno de tales lugares, se encuentra en Ávila, capital del mundo arévaco, en la cripta, reaprovechada de la original, sobre la que se levantó la imponente colegiata de San Vicente, lugar posiblemente más conocido por contener una de las glorias del arte gótico de nuestro país, como es el cenotafio de los Santos Mártires, donde destaca la recreación de un Pantocrator, donde Cristo no sólo parece surgir del mismo lugar donde posteriormente el artista del Renacimiento italiano Bottichelli situó el nacimiento de su famosa Venus, sino que además muestra en su rostro y en su cabello un hiperbóreo y solar aspecto.



En este lugar, y posiblemente arrodillada frente a la imagen, considerada como muy milagrosa de la Soterraña –cuyo aspecto, por la curvatura de su torso, parece responder a un modelo franco o francés- se nos advierte de que incluso rezó una de las santas más reconocidas y populares del Siglo de Oro español: lógicamente, nuestra Teresa de Jesús.



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jueves, 22 de octubre de 2020

Fragmentos de la España visigoda: la ermita de Santa Lucía del Trampal

 



No he penetrado todavía en Extremadura, al menos con la intensidad y la regularidad que hubiera deseado y que requiere una comunidad de sus características, con tanta riqueza natural e histórica, aprisionada –como lo oyen- en grandes latifundios o fincas privadas, donde cualquier intento por introducirse y arañar algún interesante vestigio, cuando no imprescindible rescoldo de las brasas de un rico pasado, está complemente prohibido, y por lo tanto, condenado al fracaso.



De hecho, este espléndido cenobio de orígenes y constitución eminentemente visigodos –del que pretendo hacerles de cicerone, siquiera sea brevemente- estuvo durante muchos años en tal situación, circunstancia que derivó en el poco, escaso o nulo cuidado, perdiéndose buena parte de su primitiva originalidad, en Dios sabe qué cantidad de casas y cercados colindantes. Y aun así, pueden creerlo, provoca una emoción especial pasear por su entorno –donde los campos de olivos protegen parte de sus antiguas y desperdigadas glorias, desechadas sin conmiseración, cual si fueran simples escombros- y sobre todo, evadirse en su interior, donde uno se siente, metafóricamente hablando, cual Jonás en el vientre de la ballena, aunque se importune, involuntariamente, a las parejas de golondrinas que han hecho sus nidos en el interior y a esos peligrosos insectos, que han seguido su ejemplo, que son las avispas.



Situada dentro del municipio de Alcuéscar, aunque alejada dos kilómetros, aproximadamente, de su centro urbano, los parajes resultan, no obstante, extraordinarios: extensos prados, donde apacienta el ganado; monte alto y bajo, que ofrece cobertura, además del mencionado olivo –alguno de cuyos ejemplares, probablemente sea descendiente de aquellos que plantaron los conquistadores romanos y musulmanes- a robles y carrascas, o encinas, si lo prefieren, árboles que veneraban los antiguos druidas y que, en el caso de las últimas, pasaron a constituir, sorprendentemente, la advocación de numerosas e intrigantes Vírgenes Negras, si bien la explicación oficial consiste en explicar que: o bien fueron talladas en madera de dicho árbol o por el contrario, encontradas milagrosamente en el hueco de uno de ellos.



La iglesia visigoda-mozárabe de Santa Lucía del Trampal, a pesar de lo perdido, resulta todavía una construcción extraordinaria, aunque austera: de planta basilical, tres ábsides o cabeceras y nave rectangular.



Situada a los pies de la Sierra de Montánchez –este último nombre, Montánchez, lo lleva también una población cercana, de cierta relevancia, cuyo impresionante castillo domina sobre la zona- sus cimientos se elevan sobre terrenos donde antiguamente las poblaciones celtíberas de la zona, adoraban a una oscura diosa de su panteón: Ataecina.



Ataecina –y lamento si resulto odioso al introducirles en el mundo de las comparaciones- sería el equivalente a Ceres, Proserpina y aun rizando el rizo, a esa poderosa deidad frigia, de eminente carácter ctónico, que recibe el nombre latino de Cibeles.



Exteriormente, se perciben restos prerrománicos reutilizados como relleno. Y volviendo al tema de las advocaciones, llama poderosamente la atención que, lejos de estar consagrado a la figura de María, como venía siendo natural, este antiguo monasterio se dedicó a una figura muy significativa, en cuyas representaciones, se nos muestran los ojos colocados en una bandeja: Santa Lucía, figura que deriva de la romana Lucetia o Lutetia y que como la Odilia germana, su simbolismo nos invita a la retrospección, a la ‘mirada interior’, seguramente, preconizando lo que siglos, milenios más tarde, el ‘brujo de los Alpes’ –C.G. Jung- definiría como el inconsciente colectivo.



Tanto en el lugar, como en los pueblos de alrededor, se constata una fuerte presencia de la Orden militar de Santiago, lo que tampoco es casual, si nos atenemos a que este monasterio de Santa Lucía del Trampal está en la denominada Vía o Camino de la Plata, que atravesando comunidades como la extremeña, la salmantina y la zamorana, se une a los tramos principales del Camino Jacobeo a la altura de León y Orense. Es interesante observar, que en ésta vía, también se localiza otra de las antiguas iglesias visigodas que mejor se conservan, si bien su emplazamiento ya no es el original y de la que hablaremos en otra ocasión: San Pedro de la Nave.



Cabe reseñar, además y por último, que a unos veinte metros, aproximadamente, de los ábsides y reposando entre olivos, hay una curiosa piedra labrada, que posiblemente perteneciera a alguna ara de sacrificios precristiana.



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miércoles, 21 de octubre de 2020

El psicológico encanto de los Bestiarios medievales




Algo definitivamente brillante debía de poseer el espíritu medieval, para que grandes psicólogos e ilustres literatos los tomaran como base para parte de sus estudios, en un caso y de sus elocuentes ficciones en el otro.



Cuando uno se planta frente a una iglesia medieval, lo primero que le llama la atención es la increíble profusión de criaturas extraordinarias que le observan fijamente desde la fría eternidad de la piedra que conforman sus capiteles y sus innumerables canecillos.



De ellos, el eminente psicólogo suizo C.G. Jung, afirmaba que había que tratarlos como a pacientes.



Y tenía mucha razón en su aseveración, porque esas representaciones, que a priori podemos considerar como absurdas e incluso ridículas, forman parte de esas fobias, de esos sentimientos y de esas angustias que todos llevamos dentro e incluso, en algunos casos, constituían, además, la clave para una farmacología de la época, digamos que ‘no apta para todos los públicos’.



Y algo especial tendría, vuelvo a insistir, cuando fue objeto de atención, estudio y obra de reyes del pensamiento moderno, como Jorge Luis Borges y Ferrer Lerín, quienes no dudaron en echar mano de sus antecedentes medievales, para crear los suyos propios.



¡Ah, la Sabiduría de aquellos anónimos canteros medievales, que agrupados en cerrados gremios de compañeros de los caminos, dejaban grabado en la piedra parte de un conocimiento verdaderamente ancestral y trascendental!.



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