viernes, 24 de febrero de 2017

Arévalo: iglesia de Santo Domingo de Silos


‘Notable obra, que se atribuye, aunque sin confirmar, a Pedro de Salamanca (bastante activo en Arévalo, por lo que se ve), es el Cristo ‘verde’ al que acompaña una Dolorosa. No sólo se puede especular con ese necrófilo realismo del cuerpo muerto, que realmente impresiona, sino también con el detalle de que ese color, el verde, suele estar asociado con la figura de la Diosa. Recordemos al respecto, que a las antiguas Maters se las encendían velas precisamente de ese color. Se encuentra situado en uno de los retablos laterales de la iglesia de Santo Domingo de Silos, en Arévalo. Templo visitable, por cierto, y donde se recomienda proveerse de monedas de 50 céntimos para iluminar parte de la nave y los retablos’.
[Cuaderno de Notas del Caminante, Arévalo, 28 de diciembre de 2016]

Situada a escasos metros de la iglesia del Salvador, pero en el fondo, como aquélla, lamentablemente muy reformada, no es de extrañar que en lo referente a ésta iglesia de Santo Domingo de Silos, llamé más la atención la delicada, magnífica y a la vez estremecedora obra atribuida a Pedro de Salamanca –bastante activo, según parece, tanto aquí en Arévalo como en la capital avulense-, que se puede apreciar en uno de los retablos de la nave principal. Inerme y descansando en decúbito supino sobre una roca –cual cordero expiatorio en el altar de sacrificio-, el aspecto cadavérico, resaltado por ese color verdoso que preludia el comienzo del proceso de descomposición, mella el alma con la angustia de la mortalidad. Frente a ese lamentable signo de humana decadencia, enfrentados a esa omega al parecer sin parangón, resulta difícil no preguntarse qué motivó la decisión del artista de sustraer, o cuando menos contrarrestar, el sentido divino de una personalidad, que si bien algunos, como Ortega y Gasset dudaban de su existencia, amparándose en el acusador silencio de los historiadores de la época, reconociendo, no obstante sin tapujos, la grandeza insuperable del mito de Cristo. Hasta tal punto de que, fueran suyas las palabras o no, pero siguiendo parte de sus tomasianas reflexiones, con posterioridad se llegara a afirmar aquello de que la Iglesia sabe lo suficiente de Cristo, como para protegerse de Cristo. Lejos, pues, queda la idea -contemplando ese cuerpo que está a punto de comenzar el proceso de descomposición para convertirse en materia prima apenas se devuelva al atanor de la madre tierra-, de la visión solemne y divina, de aquél otro que, según los Evangelios, caminaba sobre las aguas; multiplicaba los peces; convertía el agua en vino; curaba enfermos y decía, entre otras muchas muestras de sabiduría, aquello de: transformaos de piedras muertas en piedras vivas. Ésta obra, por cierto y como dato curioso añadido, volvemos a encontrarla representada en la vidriera que se levanta por encima del coro, aunque, evidentemente, perdido todo el dramático realismo de la escultura de Pedro de Salamanca. 

Otras obras interesantes, contenidas en esos continentes de impenetrable follaje que son, general y comparativamente hablando, los retablos barrocos, serían un San Antón, de espaldas al mundo –metafóricamente hablando- y con la vista perdida en las inmensidades cabalísticas del libro que mantiene abierto en su mano; un San Isidro, que permanece en postura militar, manteniendo la azada en vertical con su pierna derecha y la mano izquierda a la altura del corazón, como aprestándose a cumplir la orden de roturar la tierra, trabajo que, según la tradición, ángeles y bueyes hacían por él; un San Roque, vestido de peregrino; una curiosa representación arabizante de San José con el Niño y dos interesantes óleos, representativos de la Virgen con Niño y San Bernardo y de una santa, recostada, portadora de un libro cerrado, y por lo tanto, hermético y una cruz patriarcal en la mano, que pudiera ser una alusión a Santa Casilda, puesto que de tal manera está también representada en su Santuario de La Bureba.

Del románico-mudéjar original, aunque muy modificada, sobreviven el ábside, parte de la nave y la torre, en cuya cúspide se localiza una imagen del Sagrado Corazón de Jesús


lunes, 20 de febrero de 2017

Arévalo: iglesia de San Martín


'Situada en la Plaza de la Villa, a escasos metros de la iglesia de Santa María la Mayor. Enfrente, hay una curiosa fuente, gótica y de planta octogonal, conocida como la Fuente de los Cuatro Caños, muy similar a la que se puede apreciar, así mismo, en los jardines del convento de San Antonio, en La Cabrera. Por detrás de la iglesia discurre la carretera del cementerio. No es visitable. Sin embargo, exteriormente, tiene sus singularidades: dispone de dos espléndidas torres y, por su galería porticada, donde todavía sobreviven algunos capiteles románicos, se podría considerar un híbrido de la piedra y el ladrillo. Aunque muy desgastados, algunos de esos capiteles podrían compararse con el vecino románico segoviano, donde se pueden citar, como ejemplo, los chivos afrontados, elaborados con un estilo muy similar al desplegado por los canteros que levantaron la iglesia de la Asunción, en Duratón, Sepúlveda. Siguiendo esa calle (Ignacio de Loyola), está la iglesia en ruinas y actualmente en rehabilitación, de San Nicolás, que fue de los jesuitas hasta su expulsión. Un poco más adelante, un espléndido mirador sobre la ribera del río Adaja'.
[Cuaderno de Notas del Caminante, Arévalo, 5 de diciembre de 2016]

Llama la atención, sobre todo, por esas dos magníficas torres que la confieren, comparativa y metafóricamente hablando, el aspecto de un bóvido hincado de rodillas en el burladero de una plaza, la de la Villa, donde comparte siglos de humillado silencio, junto a la elegante estampa de la iglesia de Santa María la Mayor. Es San Martín, no obstante, un curioso híbrido; un minotauro concebido por mediación de un inesperado pacto, en el que rudos canteros cristianos y hábiles alarifes musulmanes diríase que se pusieron de acuerdo para levantar un cubículo sacro que recogiera sin tapujos las maestrías de unos y otros. De ahí que nos sorprenda contemplar la piedra reducida a la máxima expresión estética, vegetando con igual melancolía con el barro dorado al sol, pero curtidos ambos con el sudor de frentes predestinadas a entenderse. Cierto es, además, que de esa galería porticada que caracteriza y embellece parte de la nave del lado sur, y a pesar de no conservar todos sus capiteles originales y los pocos que restan, no encontrarse en el mejor de los estados de conservación, un vistazo, sin embargo, trae a la memoria –o a la imaginación, si se prefiere-, el recuerdo de esas hordas de canteros que animados por el empuje impetuoso de una Reconquista que avanzaba a costa de grandes sacrificios, animada por el grito de Santiago y cierra España, abandonaron parte de su fatigosa itinerancia, para establecerse al amparo de las nuevas oportunidades que ofrecían villas y burgos en prometedora expansión. Puede que los canteros que elaboraron estos capiteles, de hecho familiares y donde los chivos afrontados desafiándose entre lianas puedan ser una buena pista –o esos otros, que parecen representar asnos tocando el arpa, tema que se localiza en el buque insignia del románico palentino, como es San Martín de Frómista-, fueran o vinieran, dejaran constancia o laboraran en Segovia; quizás, apurando un poco más, de los espléndidos talleres sepulvedanos que con su arte y su labor limaran las asperezas de los rudos eremitorios a la vera del Duratón y sus desérticas hoces.

Incomprensiblemente, la iglesia de San Martín no forma parte del circuito de iglesias visitables. En sus inmediaciones, se asientan los cimientos, actualmente en rehabilitación, de la iglesia de San Nicolás, que fuera de los jesuitas hasta su expulsión.