viernes, 3 de enero de 2014

Monasterios de la Ribera Sacra


Un nuevo año comienza, y con él, comienzan también nuevos proyectos, nuevas rutas y múltiples expectativas, que han de discurrir por caminos misteriosos; caminos que tal vez no sean infinitos, pero que pueden llegar a parecerlo, si tenemos en cuenta la gran cantidad de Historia, de Arte, de Cultura y de Belleza que ocultan. Caminos que discurren por áridos senderos rurales; por la suave placidez de valles; por lo más recóndito de bosques y montes; por escarpados picachos, e incluso a la vera de ríos cuyo generoso caudal semeja ese deseo natural de llegar a ser el mar que vislumbran al final de su camino. Por caminos así, se desenvuelve la ruta que os propongo para este comienzo de año. Una ruta que recorre, si bien no completa, sí al menos una cumplida parte de los monasterios que conforman una zona muy especial de las provincias de Lugo y Orense.


A la vera de los ríos Sil y Miño, o situados más al interior, comunidades humanas de diversa índole, condición y línea de pensamiento, resacralizaron un lugar, la Roboyra Sacrata (1), que ya era especial, y por lo tanto revestido con un aliento de divina idiosincrasia para diferentes culturas, como la celta, que poblaron este entorno antes de la llegada del Cristianismo. Comunidades que levantaron, a base de cálculo, maestría y observación, insignes edificios cuyas piedras, lejos de guardar silencio, conforman un genuino lenguaje de símbolos que proclama a los cuatro vientos la suprema mediatez de los paradigmas más persistentes que subyacen en ese inconsciente colectivo que acompaña a la Humanidad desde el alba de los tiempos.
Bienvenidos, pues, a la magia monumental de los monasterios de la Ribeira Sacra.

 
(1) En realidad, tal sería, en principio, su denominación, según se constata en diversos documentos medievales, descubiertos hace años por Ana Méndez, la que fuera guardiana del monasterio de Santa María de Montederramo hasta tiempos recientes.

miércoles, 1 de enero de 2014

Claustros, donde el Silencio es Oro


Después de los tradicionales conciertos de Navidad y de Año Nuevo, que marcan esa bienvenida generalizada al solsticio de invierno, el espíritu busca, o mejor aún, ansía esa cura de silencio que equilibre los platillos de una balanza anímica en la que generalmente se desenvuelven el exceso y la mesura. Y no hay mejor lugar para conseguirlo, que en los claustros de los antiguos monasterios; precisamente allí donde, después de todo, el Silencio es Oro. En activo, o por el contrario, arruinados por el abandono o el olvido, los claustros no dejan de ser, al fin y al cabo, imaginarios tableros mágicos que guardan un centro primordial, donde el espíritu humano participa, o mejor dicho, se inmiscuye en la siempre fascinante aventura del símbolo. Lejos de las leyes ambivalentes del azar, el claustro participa, ya desde el supremo poder del número, en una magia matemática que tiende siempre a la perfección. Cuatro son los lados que conforman un tablero perfecto; lados que se expanden hacia un centro, generalmente marcado por un jardín -como en el Juego de la Oca- o un pozo céltico, cuya adición evoluciona hacia la perfección del cinco y el recuerdo del hombre universal, como bien nos recordaron los canteros medievales en Leache, Navarra, anticipándose, en más de doscientos años a un genio por todos conocidos, llamado Leonardo Da Vinci. Cuatro lados, que determinan los cuatro puntos cardinales, las cuatro fases de la luna, los cuatro elementos básicos de la Alquimia, los Cuatro Evangelistas que rodean ese quinto elemento o mandorla regida por la figura de un Cristo Imperator sentado en su trono celestial, haciendo participar a la imaginación del jugador en un juego fascinante donde las lecciones del Silencio, al fin y al cabo, no dejan nunca de ser un secreto a voces.