Un peregrino, bastón en mano y mochila en la espalda asciende indolente la carretera que, partiendo del tranquilo, pinturesco pueblecito de Santa Cruz de la Serós, se pierde hacia esas cumbres emblemáticas rebosantes de misterio y de leyenda. Ha parado antes, obligatorio en su peregrinaje simbólico, en la iglesia de Santa María; e incluso unos metros más allá, al comienzo de la carretera, ha entrado hasta donde le permitía la verja, en la ermita, seguramente intrigado, preguntándose quién fue en realidad ese enigmático Caprasio elevado a la categoría de santo que, aunque no muy común en el santoral ibérico, se ha encontrado ya otra vez en su camino. En efecto, a cientos de kilómetros de distancia, en las parameras sorianas, en un pueblecito que, curiosamente, lleva por nombre Suellacabras. Una más, piensa, meditabundo, de las fascinantes adivinanzas inherentes al juego iniciático y profundamente simbólico del Camino de las Estrellas.
La carretera serpentea, sinuosa como el cuerpo de una serpiente, haciéndose más empinada a medida que se avanza. A ambos lados, la vegetación, abundante, recibe al peregrino con el dulce canto estival de razas desconocidas de aves, que a veces levantan el vuelo precipitadamente, temerosas de un peligro indefinido. Ya sea porque hace calor, o porque el ascenso y la edad suponen un desafío clave en el camino, algunas notas de sudor perlan la frente ajada del peregrino. No obstante, de sus labios, agrietados y resecos, no brota queja alguna.
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