Santo Estevo de Ribas de Sil
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V isto en la distancia, el monasterio de Santo Estevo de Rivas de Sil, supone un poema a la Armonía. Situado a la vera del rio Sil, como un faro guardián anclado en la fantástica orografía de la Ribeira Sacra en su parte orensana, su imaginario canto de sirena atrae, fascina y a la vez sobrecoge a todo aquel que un día cuenta con la posibilidad de acercarse a él. Como en el monasterio de Montederramo, el estilo herreriano, que comenzó a imponerse durante la época de ese rey mundis , fundamentalmente católico –que por algo lo llevaban en el título sus abuelos- y obsesivo rastreador de reliquias que fue Felipe II, es el primer detalle en el que el viajero se fija, apenas situado frente a sus imponentes portadas. La primigenia candidez románica de la época del Abad Franquila continúa estando allí, aunque voluntariosamente transformada por el tiempo y las circunstancias históricas añadidas; de manera, que poco recuerda a aquél primitivo cenobio del siglo X –que recogió y unificó unos