jueves, 2 de diciembre de 2010

Montoto de Ojeda, Palencia: iglesia de San Esteban

Créase o no, hay ocasiones en las que la brisa soplando suavemente por las laderas de una colina, puede llegar a semejar el dulce sonido de las olas deshaciéndose en la playa. Montoto de Ojeda, es un pequeño pueblecito palentino, cercano a Aguilar de Campóo y su entorno, que se asienta a cierta distancia de una colina a la que el viento bate por los cuatro costados, aunque en agosto, cuando estuvimos, afortunadamente había una ligera brisa de poniente; de ahí la comparación. Una distancia que, en mi opinión, puede inducir el pensamiento -o la sospecha, si se prefiere- de que la colina, en tiempos ancestrales, ya recibiera algún tipo desconocido de culto, que fue posteriormente cristianizado, cuando se levantó una pequeña iglesia románica, bajo la advocación de San Esteban.
Quizás la elección se debiera, sin ir más lejos, a una simple cuestión estratégica, pues desde la cima se tiene una inmejorable perspectiva del valle, e incluso una agradable y hasta cierto punto romántica vista de los vecinos Picos de Europa, situados, aproximadamente, a unos 60 ó 70 kilómetros de distancia. Pero como digo, son sólo meras suposiciones personales, que no pretenden, ni mucho menos, sentar cátedra.
Ahora bien, como ocurre con muchas otras reliquias románicas de la región, la estructura de la iglesia de San Esteban se ha visto más o menos alterada a través de diferentes épocas, hasta el punto de que, de su fábrica original, apenas queda la torre y la espadaña -y es posible, que ambas pertenezcan a una época posterior- el pórtico de entrada y el ábside, al que se accede a través del pequeño cementerio a él adosado.
Si bien el pórtico de entrada ofrece una sencilla ornamentación, basada poco menos que exclusivamente en los motivos vegetales de los capiteles, el trabajo realizado por los canteros en los canecillos absidiales, sí denotan cierto talento y calidad. Curiosamente, volvemos a encontrarnos aquí al músico con una vihuela entre sus manos, si no igual, al menos extraordinariamente parecido en su factura al que podemos contemplar también en el ábside de la iglesia de Santa Cecilia, en el vecino pueblecito de Vallespinoso de Aguilar. Junto a él, un personaje, hemos de suponer que determinativamente eclesiástico, lee con atención un libro abierto que tiene entre las manos. Al contrario que en otros casos, en los que el cantero deja una señal o incluso su nombre -un buen ejemplo de ello, lo podemos encontrar en la iglesia de San Miguel, situada en la población soriana de San Esteban de Gormaz- las páginas de éste libro están totalmente en blanco, quizás preconizando un futuro que aún está por escribirse.
Este detalle, me recuerda la imagen pétrea de San Frutos con un libro entre sus manos. Se trata del Liber Vitae o Libro de la Vida, al que acompaña la leyenda de que todos los años, en la mágica noche de San Juan, los dedos del santo pasan página; y así ha de continuar, año tras año, hasta llegar al momento en el que con la última página del fatídico Libro, se alcance la consumación de los tiempos y la humanidad llegue a su fin. Esperemos que éste no sea el caso, aquí en Montoto, y si el personaje en cuestión representa a San Esteban, uno de los primeros mártires cristianos, supongamos que tan sólo se trata del Libro sagrado por excelencia: la Biblia.
Curioso resulta, no obstante, un tercer personaje que se localiza entre estos dos. Sólo se muestra de torso desnudo, aunque, por su posición, recuerda el mascarón de proa con el que antiguamente se dotaba a los veleros. Se aprecian unos manos sujetando, tal vez acariciando su cintura, lo que puede dar motivo a plantearse una posible reminiscencia erótica aunque, de ser ese el caso, constituiría una visión bastante conservadora del tema por parte del cantero.
También aquí está presente el tema de la dualidad, si tal interpretación es posible, en base a los animales fantásticos que, enfrentados, copan los motivos principales de los capiteles adosados a los ventanales del ábside.
Debajo de éstos, se localizan algunas marcas de cantería, así como dos elementos curiosos que, utilizados como sillares, representan parte de un ala, en un caso, y un motivo en el que se aprecian círculos concéntricos con una pequeña cruz en el medio, de los que cabría suponer -es otra apreciación personal- fueran piezas rechazadas en el taller cantero por contener algún defecto o error indeterminado. En el caso del ala, su origen podría haber sido un capitel desdeñado, sirviendo el otro motivo como modelo para una posible estela funeraria.
Al contrario que en otros templos de la provincia, aquí no tuvimos la oportunidad de entrar. De manera que completo los elementos de interés del interior, tomando como referencia los comentarios de Julio César Izquierdo, quien en su guía del románico palentino, comenta la existencia de un capitel en el que se representa una Adoración de los Magos y otro, cuyo motivo es Daniel entre los leones.


lunes, 29 de noviembre de 2010

Vallespinoso de Aguilar, Palencia: iglesia de Santa Cecilia

Como ocurre en el caso de Santa Eufemia de Cozuelos, hablar de Vallespinoso de Aguilar y su ermita de Santa Cecilia, conlleva detenerse unos instantes a reflexionar, considerando que conceptos como Arte y Naturaleza pueden llegar a ser indivisibles y captar la admiración en partes idénticas y proporcionales, sin que uno u otro rivalicen y se resientan. El entorno, en realidad, así lo sugiere; sobre todo cuando, a apenas unos insignificantes kilómetros de Aguilar y su flamante embalse, y al poco de entrar en el pueblo, descubrimos, como una romántica aparición, un edificio de líneas estilizadas y elegantes, mitad iglesia mitad fortaleza que, elevado sobre lo más alto de un pequeño promontorio rocoso, domina un singular vallecillo en el que, a pesar de observarse la mano del hombre, resulta difícil no detenerse un momento a pensar en aquél maravilloso Shangri-Lá descrito por James Hilton en una entrañable novela que habría de consagrar una de las películas más relevantes de Frank Capra: Horizontes perdidos.
Una pequeña formación rocosa, que adquiere la forma de un semicírculo, o en su defecto, de una pequeña hoz, hace las veces de frontera natural, cobijando a su vera unos campos que, asentados en la ribera de un diminuto y serpentino arroyuelo, se engalanan con unos colores tan vivos como aquellos otros que, aunque artificiales, pudieran encontrarse en la paleta de un pintor impresionista. El suave dorado de los campos de trigo, mecidas las espigas por la leve brisa de la mañana, se alterna con la coqueta elegancia de unos alegres girasoles, siempre empecinados en mirar de frente al sol; junto a éstos, un pequeño terruño de amapolas despliega, en la íntima unión de sus hojas, estandartes de un rojo pasión, que traen a la memoria, siquiera sea la atávica, los pendones que portaban las huestes cristianas en su avance arrollador durante la Reconquista del país.
Testigo de una historia escrita en sangre, en los milenarios muros de la iglesia, mil y un mensajes permanecen escritos con la tinta indeleble de los sueños: la piedra. Una piedra trabajada que se remonta, cuando menos, al siglo XII, pero que continúa ofreciendo un mensaje que, más o menos desvirtuado nueve siglos después, las generaciones futuras parecemos haber olvidado, pues sustituye las palabras por los símbolos y hemos perdido el dón de penetrar éstos y arrebatarles su verdad intrínseca.
Y no obstante, apenas atravesado el umbral del arco que franquea el acceso al recinto sacro, viejos mitos nos asaltan con la fuerza magnética de las antiguas leyendas transmitidas oralmente al calor del fuego del hogar. El principio de los contrarios; o de la dualidad, un concepto que eterniza una lucha pavorosa que nunca tendrá fin, porque ambos se complementan y sólo enfrentados se ha de mantener un equilibrio necesario, puesto que uno no existiría sin el otro. Caballero y dragón o serpiente, condenados a enfrentarse hasta la consumación de los tiempos, en un tema harto característico de la imaginería medieval, que se complementa con otros elementos afines a una fantástica concepción espiritual, cuyas claves surgieron, probablemente, en el alba de los tiempos y en lo más profundo de las cavernas.
Quizás esas mismas cavernas a las que siglos, milenios después, acudieron a refugiarse personajes de dudoso origen que, amparados en la ilusión de Dios, se reencontraron con oscuros conocimientos, cuya transmisión, de alguna manera definida en clave, se propagaría a través del mazo y del cincel con los que posteriormente los canteros medievales intercalaron conceptos de variado origen y filosofía, con otros nuevos basados en los dogmas de la religión dominante. Por ello, resulta hasta posible que las arpías, por ejemplo, que se encuentran también en los capiteles de Santa Cecilia, respondan, de alguna manera, a estos arcaicos conocimientos e incluso a las visiones experimentadas por el eremita en la lóbrega matriz amniótica constituída por su retiro voluntario, dando origen a la asociación de pecado y lujuria que suelen portar generalmente como carta de presentación, encontrándose muy cerca, quizás demasiado, de otras escenas basadas en el Antiguo y el Nuevo Testamento, tendientes a cultualizar a unas gentes que, en el fondo, poco o nada habían renegado de creencias más autóctonas y primigenias.
Ángeles y demonios, se alternan con esa influencia bestial afín a centauros y guerreros, apenas separados por una botica que, aunque de origen inidentificable en numerosos casos, ofrece, sin embargo, una prueba veraz del conocimiento que nuestros ancestros tenían del entorno y sus propiedades. Curiosidades aparte, que no ofrecen tregua para que lo mundano tenga también su lugar, sin ir más lejos, en un ábside en cuyos canecillos se solidarizan dos tipos diferentes de conocimiento, representados por el ave y la serpiente -en este caso, la una enroscada sobre el pico de la otra- con una lúdica, humana actividad, motivada por la música y el erotismo. Posiblemente, los ejemplos de éste último no resulten aquí tan abundantes como en otros templos de la provincia o provincias colindantes, como Cantabria, pero sí lo son suficientemente ilustrativos como para suponerlos testigos del paso de influencias más permisivas en cuanto al concepto de sexo y religión.
Canteros de difícil e ilocalizable rastro, pero que, a juzgar por las marcas donde estamparon su firma -flechas, pentalfas o patas de oca (1)- parecieron migrar la conciencia hacia una visión de futuro -como las famosas cuartetas de Michel de Notre Dame o Nostradamus- dejándonos, a la vez, por su asombroso parecido, una antecesora de la arroba.
Temas y señales que continúan desarrollándose en el interior de un templo que ya comienza a soñar con proporciones góticas, y donde volvemos a encontrarnos con el tema de un Sansón -común en varias iglesias de la provincia- que, a la manera ecuestre de un caballero, desgaja las quijadas de una bestia en teoría mucho más fuerte que él. Y es que el león, aplicando una más que posible significación oculta, representa, aparte de a Jesucristo, una bestia harto difícil de domeñar: el Conocimiento.
He aquí, pues, una visión personal de un templo al que hay que visitar, dejando lejos la rigidez inmutable de los postulados típicamente ortodoxos, con ojos ávidos de lector, pues sin duda constituye todo un clásico que, a pesar del tiempo y de la ingratitud humana que unidos han lacerado buena parte de su mensaje, aún tiene muchas cosas que contar.
[A la persona que tan amablemente nos atendió este verano, abriéndonos la iglesia y permitiéndonos deambular a placer por ella, mis más sinceras gracias].
(1) A este respecto, considero justo reseñar el detalle y buen hacer de la nieta de la mujer que enseña la iglesia (por desgracia, ignoro sus nombres), que cálcó en una hoja de papel las numerosas marcas de cantería que se pueden localizar en diversos puntos y sillares de la iglesia, y que están puestas a disposición de todo aquél interesado en verlas.