jueves, 22 de marzo de 2012

Persiguiendo el románico de La Bureba

'Romance de Doña Lambra:

A Calatrava la Vieja

la combaten castellanos;

por cima de Guadiana

derribaron tres pedazos;

por los dos salen los moros,

por el uno entran cristianos.

Allá dentro de la plaza

fueron a armar un tablado,

que aquel que lo derribare

ganará de oro un escaño.

Este don Rodrigo de Lara,

que ese lo había ganado,,

el conde Garci-Hernández sobrino

y de Doña Sancha es hermano,

el conde Garci-Hernández

se lo llevó presentado,

que le trate casamiento

con aquesta Doña Lambra.

Ya se trata casamiento,

¡hecho fue en hora menguada!

Doña Lambra de Burueva

con Don Rodrigo de Lara...' (1).



Doña Lambra de Bureba, don Rodrigo de Lara, elementos históricos y a la vez legendarios, que son dignos representantes de un terruño administrativo burgalés, La Bureba, rico en gestas, en matices, en leyenda, en historia y aunque desperdigado y en muchos casos perdido, también en un arte, el románico, cuyos testigos, más o menos longevos, más o menos conservados, todavía gratifican con esa lección geométrico-filosófica de sus milenarios sillares. Unos sillares que, cual cantos rodados, pertenecen a un mundo en el que la fe hizo cantar a la piedra, insuflándola, a golpes de pasión y cincel, no sólo el alma de los canteros que levantaron los templos de las que se nutren, sino también el alma de todos aquellos que, generación tras generación, acudieron a ellos en busca de una trascendencia que, en muchos casos, constituía una perfecta comunión con la Divinidad. Paisaje amables y duros, parlanchines o silenciosos, según uno abra el oído o el alma, que siempre producen sensaciones. Un buen ejemplo de ello, podrían ser esos siniestros campos de Cernégula, cercanos a Poza de la Sal -el pueblo de Félix Rodríguez de la Fuente- donde quizás algún otro San Fructuoso berciano impusiera silencio a los conciliábulos brujeriles; ecos de peregrino que se lleva el viento a orillas del río Oca a su paso por Briviesca, donde aún sobreviven blasones de nobleza de los de antes de que Dios fuera Dios, como los Velasco; viejas sospechas templarias en iglesias que aunque de muros desquebrajándose irremediablemente ante la pasividad oficial, guardan secretos de imaginería solar en sus oscuros capiteles interiores; milagrosas Vírgenes de la Leche y relojes de sol con la cruz patada, como la de Navas de Bureba; santuarios que se levantan en antiguos templos naturales de origen celtíbero, como el de Santa Casilda...En fin, os invito a un pequeño paseo que, aunque incompleto, pena me da confesarlo, quizás os pueda sugerir dulces desvelos de ensoñación. Os invito, pues, a perseguir parte de ese complejo y a la vez interesante Románico de La Bureba.




(1) El Romancero, introducción y selección Manuel Alvar, Editorial Magisterio Español, S.A., 1968, página 56.

lunes, 19 de marzo de 2012

Pineda de la Sierra: iglesia de San Esteban Protomártir

'Paradójica en sus manifestaciones y desconcertante en sus signos, la Edad Media propone a la sagacidad de sus admiradores la resolución de un singular contrasentido. ¿Cómo conciliar lo inconciliable?. ¿Cómo armonizar el testimonio de los hechos históricos con el de las obras medievales?.

Los cronistas nos pintan esta desdichada época con los colores más sombríos. Por espacio de muchos siglos, no hay más que invasiones, guerras, hambres y epidemias. Y, sin embargo, los monumentos -fieles y sinceros testimonios de aquellos tiempos nebulosos- no evidencian la menor huella de semejantes azotes. Muy al contrario, parecen haber sido construídos entre el entusiasmo de una poderosa inspiración de ideal y de fe por un pueblo dichoso de vivir, en el seno de una sociedad floreciente y fuertemente organizada...' (1).




En esta iglesia de San Esteban Protomártir, situada en el pinturesco pueblecito de Pineda de la Sierra, termina este itinerario románico por la Sierra de la Demanda que, aunque incompleto, como ya aventuraba, espero, no obstante, haya deparado un buen sabor de boca, introduciéndonos, siquiera sea de soslayo, por una región de sorprendentes características, a la que muchos caballeros acudieron en demanda -y nunca mejor dicho- de aventura y sobre todo, en busca de ese gran mito medieval, que es el Santo Grial. Nuestra ruta, también terminó aquí, en la tarde de un memorable 31 de octubre, cuando el sol acudía presto a morir en el Finis Terrae y en pueblos y ciudades, las gentes se aprestaban a celebrar la Noche de Difuntos. La luz, poco a poco, iba cediendo el terreno a unas sombras que se deslizaban como sudarios, monte abajo, dotando a la escena de una respetuosa irrealidad. El ábside milenario de la iglesia sumido en sombras, orientado hacia el este; la escasa luz colándose subrepticiamente entre los arcos de la galería porticada, formando sombras chinescas sobre el pavimento interior, mientras en la portada principal los ojos, generalmente inermes e inexpresivos de un fabuloso bestiario medieval, parecían refulgir con siniestra intencionalidad con el reflejo de los flashes de las cámaras.

Tampoco resulta extraño encontrarse con figuras de apostólica relevancia entre este bestiario sobrenatural, representativo de vicios y pecados -entre los que destaca la sirena, cuyo cuerpo parece formar un arco tensado, con sus dos colas rozando los cabellos- que generan -metafóricamente hablando- singulares islas de virtud y observancia, triunfantes sobre el paganismo; como esa figura que, a juzgar por la llave que porta en su mano, podría identificarse con San Pedro, dando un arcano sentido, quizás, a la romería que todos los años se celebra en su honor, en la que el Ayuntamiento de Pineda, de manera tradicional, reparte bocadillos y vino entre los vecinos. O esa presumible Adoración, donde Madre e Hijo denotan una realeza espiritual, divina, a juzgar por sus coronas. E incluso el centauro-sagitario, en plena cabalgada, cuyo arco tensado parece apuntar hacia la impasible ambigüedad de unos grifos cuyo sentido no alcanza a desnivelar los contrapesos simbólicos de una balanza imaginaria, y que en este caso, probablemente cumplan con la función de circunstanciales asmodeos custodios del templo. Y ya puestos, por qué no detenerse unos momentos, siquiera sea al abrigo de las sombras, y pensar que esa cruz monxoi, de brazos patados y singular proporción, podría determinar, por qué no, un aspecto peregrino del lugar, cercano, para más señas, a una región que bien conoce el peregrino por su vino y sus milagros: La Rioja.

Cae la noche, definitivamente, con sus ecos y fantasmas, cuando dejamos atrás un lugar cuya fundación no está del todo seguro que se debiera a Fernán González, abuelo de don Sancho, el de los Buenos Fueros. Y no obstante, dejándose llevar por el vicio romántico de la ensoñación histórica, no es dificil pensar, que entre esa selva forestal que enmudece con las sombras, a la eterna vera de los picos San Millán y Mencilla, los fantasmas del Cura Merino y los mozos del lugar, despiertan en la Noche de Difuntos para continuar poniendo en jaque a una soldadesca francesa, cuyo paso por España fue peor que una plaga de langostas, de la que aún continúa resintiéndose nuestro Patrimonio Histórico-Artístico.





(1) Fulcanelli: 'Las moradas filosofales', Editorial Plaza & Janés, 1972, página 61.