martes, 15 de noviembre de 2016

Románico de Ávila


Hablaba Unamuno en una sus crónicas, refiriéndose precisamente a Ávila y aludiendo inevitablemente a aquélla extraordinaria viajera del subconsciente colectivo –como diría Jung- que fue, en el fondo, Santa Teresa de Jesús, de esas metafóricas y dulces huertas interiores de ésta tierra grave y tan llena de roca y hueso, y no puedo dejar de preguntarme, si dentro de ese pequeño huerto, o de esa roca o de ese hueso que compone, transforma y altera el adn de Ávila, parte de su inspiración no se vería definitivamente acompañada en sus solitarios paseos por la mediática tentación que supone el románico de la ciudad. Un estilo, también, en el que, como en el caso de la vecina Salamanca, no es difícil apreciar, en conjunto o en parte, unas manos firmes y laboriosas tendidas hacia el Ocaso. O hacia los vericuetos iniciáticos del Camino, si se prefiere. Porque es el avulense –mi opinión, mea culpa-, un románico que sorprende, que tira la piedra y esconde la mano, que inspira y a la vez expira vaharadas de humo viciado que huele a lidias y liturgias promovidas en antiguos altares. Un románico que extiende su sombra a la luz de un sol mortecino, macerando frutos prohibidos en honor de viejos ecos hermenéuticos, como así cabría pensar de su catedral –en una de cuyas portadas, la de poniente, dos auténticos reyes de bastos montan la vieja guardia- o la iglesia basilical de San Vicente, donde, también en su espectacular portada de poniente y antecediendo varios siglos a las corralas, contemporáneas de la Santa y su Siglo de Oro, unos personajes interpretan, con la impasibilidad que ofrece lo eterno, una historia imposible, cuyo secreto –como el de las catedrales, que promulgaba Fulcanelli- se pierde en la noche oscura de los tiempos y posiblemente también en las retortas oxidadas de olvidados atanores que, como la historia del Grial de Flegetanis, apuntaban a las estrellas.

Menos permisivos, quizás, que en Salamanca, esos vientos –sean de tempestad o de guerra, que hasta hace pocas generaciones, en España siempre se libraba alguna-, han permitido, no obstante, y en cuanto a bizantinismo se refiere, la conservación, más o menos feliz de un número determinado de templos, cuya mediática idiosincrasia todavía conserva hogaño la suficiente fuerza emocional de antaño, como para permitir un feliz camino a la siempre atendida pero pocas veces compartida voluptuosidad de la especulación.

Con promesas especulativas, pues, no puedo menos que invitarte, amigo lector, a los próximos viajes por el románico de Ávila capital.


domingo, 13 de noviembre de 2016

La catedral vieja de Salamanca


Poder disfrutar, aunque sólo sea en parte, de este magnífico y metafórico ulises que es la catedral vieja de Salamanca, tal vez no se deba tanto a una cuestión de suerte, y sí, quizás, a un momento de debilidad piadosa de esa inflexible hilandera de circunstancias, causalidades y destinos que gobiernan los abismos más profundos del inconsciente humano, que ya los grandes genios clásicos nos presentaban como Parca. Parca sería, si aplicamos los sinónimos de pobre, corta o escasa, esa parte de románica idiosincrasia que, no obstante, con un sólo vistazo, nos induce a soñar o cuando menos a imaginar, cómo pudo ser, en todo su esplendor, una grandiosa obra de arte levantada ad maiorem gloriam Domine, siguiendo los patrones sagrados del tratamiento de la piedra, cuyo modelo básico lo constituía el arquetipo divino de aquél que, con posterioridad al año 70 a. de C. fuera arrasasado por las legiones romanas y la posteridad consideró como el templo de templos: el templo de Salomón. Seguramente inspirados en los mismos principios masónicos utilizados por los artífices fenicios que proveyeron también de mano de obra y materiales al artífice de ese hermoso y a la vez esotérico Cantar de los Cantares, lo cierto es que los canteros que justificaron los posteriores comentarios de admiración unamunianos, cuya pluma alababa la melancolía de esa piedra pulida dorándose al sol, debieron de incorporar, en su mítico deambular, parte de ese manierismo compostelano o arquitectura del Camino, algunos de cuyos efectos todavía pueden ser contemplados en templos y catedrales cercanos, como pudieran ser la propia catedral de Ávila, así como también la avulense iglesia de San Vicente, cuya janística o bífora portada de poniente, seguramente nos recuerde las creaciones del maestro Mateo o de aquellos otros que intervinieron, cuando menos, en la portada de Platerías. Así mismo, el magnífico cimborrio de aspecto oriental, nos conmina a buscar la huella de aquéllos otros canteros, cuando no los mismos, que legaron a la posterioridad la brillantez de unos cimborrios igual de maravillosos, que no son otros que los que lucen la catedral de Zamora y la colegiata de Santa María de Toro.

Dignas de admiración, y no menos importantes, después de todo, son esas impresionantes obras maestras de la pintura románica, que todavía perviven entre los claroscuros de una nave cuya elegancia constituye ese paso de gigante hacia un nouveau faire, el gótico, en el que algunos ven la aplicación práctica de ese lenguaje de la piedra o lenguaje de los pájaros, como Fulcanelli, y otros, el desarrollo lógico a la solución de unos problemas técnicos, que habrían de dejar obsoletos estilos anteriores. Magnífico ejemplo de plasticidad, alegoría y arquetipos, son los frescos de la Capilla de San Martín. Y junto a éstos, el no menos artesano y fascinante conjunto de méritos y mementos que generaron una fehaciente industria en ésta y otras interesantes zonas de Castilla y León: los sepulcros medievales.

En definitiva: la catedral vieja de Salamanca: un universo histórico y artístico digno de descubrir.