Románico de Ávila
Hablaba
Unamuno en una sus crónicas, refiriéndose precisamente a Ávila y aludiendo
inevitablemente a aquélla extraordinaria viajera del subconsciente colectivo –como
diría Jung- que fue, en el fondo, Santa Teresa de Jesús, de esas metafóricas y dulces huertas interiores
de ésta tierra grave y tan llena de roca y hueso, y no puedo dejar de
preguntarme, si dentro de ese pequeño huerto, o de esa roca o de ese hueso que compone,
transforma y altera el adn de Ávila,
parte de su inspiración no se vería definitivamente acompañada en sus
solitarios paseos por la mediática tentación que supone el románico de la
ciudad. Un estilo, también, en el que, como en el caso de la vecina Salamanca,
no es difícil apreciar, en conjunto o en parte, unas manos firmes y laboriosas
tendidas hacia el Ocaso. O hacia los vericuetos iniciáticos del Camino, si se
prefiere. Porque es el avulense –mi opinión,
mea culpa-, un románico que sorprende, que tira la piedra y esconde la
mano, que inspira y a la vez expira vaharadas de humo viciado que huele a
lidias y liturgias promovidas en antiguos altares. Un románico que extiende su
sombra a la luz de un sol mortecino, macerando frutos prohibidos en honor de
viejos ecos hermenéuticos, como así cabría pensar de su catedral –en una de
cuyas portadas, la de poniente, dos auténticos reyes de bastos montan la vieja guardia- o la iglesia basilical de
San Vicente, donde, también en su espectacular portada de poniente y
antecediendo varios siglos a las corralas, contemporáneas de la Santa y su
Siglo de Oro, unos personajes interpretan, con la impasibilidad que ofrece lo
eterno, una historia imposible, cuyo secreto –como el de las catedrales, que
promulgaba Fulcanelli- se pierde en la noche oscura de los tiempos y
posiblemente también en las retortas oxidadas de olvidados atanores que, como
la historia del Grial de Flegetanis, apuntaban a las estrellas.
Menos
permisivos, quizás, que en Salamanca, esos vientos –sean de tempestad o de
guerra, que hasta hace pocas generaciones, en España siempre se libraba
alguna-, han permitido, no obstante, y en cuanto a bizantinismo se refiere, la
conservación, más o menos feliz de un número determinado de templos, cuya
mediática idiosincrasia todavía conserva hogaño la suficiente fuerza emocional
de antaño, como para permitir un feliz camino a la siempre atendida pero pocas
veces compartida voluptuosidad de la especulación.
Con promesas especulativas,
pues, no puedo menos que invitarte, amigo lector, a los próximos viajes por el
románico de Ávila capital.
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