Fragmentos de la España visigoda: la ermita de Santa Lucía del Trampal

 



No he penetrado todavía en Extremadura, al menos con la intensidad y la regularidad que hubiera deseado y que requiere una comunidad de sus características, con tanta riqueza natural e histórica, aprisionada –como lo oyen- en grandes latifundios o fincas privadas, donde cualquier intento por introducirse y arañar algún interesante vestigio, cuando no imprescindible rescoldo de las brasas de un rico pasado, está complemente prohibido, y por lo tanto, condenado al fracaso.



De hecho, este espléndido cenobio de orígenes y constitución eminentemente visigodos –del que pretendo hacerles de cicerone, siquiera sea brevemente- estuvo durante muchos años en tal situación, circunstancia que derivó en el poco, escaso o nulo cuidado, perdiéndose buena parte de su primitiva originalidad, en Dios sabe qué cantidad de casas y cercados colindantes. Y aun así, pueden creerlo, provoca una emoción especial pasear por su entorno –donde los campos de olivos protegen parte de sus antiguas y desperdigadas glorias, desechadas sin conmiseración, cual si fueran simples escombros- y sobre todo, evadirse en su interior, donde uno se siente, metafóricamente hablando, cual Jonás en el vientre de la ballena, aunque se importune, involuntariamente, a las parejas de golondrinas que han hecho sus nidos en el interior y a esos peligrosos insectos, que han seguido su ejemplo, que son las avispas.



Situada dentro del municipio de Alcuéscar, aunque alejada dos kilómetros, aproximadamente, de su centro urbano, los parajes resultan, no obstante, extraordinarios: extensos prados, donde apacienta el ganado; monte alto y bajo, que ofrece cobertura, además del mencionado olivo –alguno de cuyos ejemplares, probablemente sea descendiente de aquellos que plantaron los conquistadores romanos y musulmanes- a robles y carrascas, o encinas, si lo prefieren, árboles que veneraban los antiguos druidas y que, en el caso de las últimas, pasaron a constituir, sorprendentemente, la advocación de numerosas e intrigantes Vírgenes Negras, si bien la explicación oficial consiste en explicar que: o bien fueron talladas en madera de dicho árbol o por el contrario, encontradas milagrosamente en el hueco de uno de ellos.



La iglesia visigoda-mozárabe de Santa Lucía del Trampal, a pesar de lo perdido, resulta todavía una construcción extraordinaria, aunque austera: de planta basilical, tres ábsides o cabeceras y nave rectangular.



Situada a los pies de la Sierra de Montánchez –este último nombre, Montánchez, lo lleva también una población cercana, de cierta relevancia, cuyo impresionante castillo domina sobre la zona- sus cimientos se elevan sobre terrenos donde antiguamente las poblaciones celtíberas de la zona, adoraban a una oscura diosa de su panteón: Ataecina.



Ataecina –y lamento si resulto odioso al introducirles en el mundo de las comparaciones- sería el equivalente a Ceres, Proserpina y aun rizando el rizo, a esa poderosa deidad frigia, de eminente carácter ctónico, que recibe el nombre latino de Cibeles.



Exteriormente, se perciben restos prerrománicos reutilizados como relleno. Y volviendo al tema de las advocaciones, llama poderosamente la atención que, lejos de estar consagrado a la figura de María, como venía siendo natural, este antiguo monasterio se dedicó a una figura muy significativa, en cuyas representaciones, se nos muestran los ojos colocados en una bandeja: Santa Lucía, figura que deriva de la romana Lucetia o Lutetia y que como la Odilia germana, su simbolismo nos invita a la retrospección, a la ‘mirada interior’, seguramente, preconizando lo que siglos, milenios más tarde, el ‘brujo de los Alpes’ –C.G. Jung- definiría como el inconsciente colectivo.



Tanto en el lugar, como en los pueblos de alrededor, se constata una fuerte presencia de la Orden militar de Santiago, lo que tampoco es casual, si nos atenemos a que este monasterio de Santa Lucía del Trampal está en la denominada Vía o Camino de la Plata, que atravesando comunidades como la extremeña, la salmantina y la zamorana, se une a los tramos principales del Camino Jacobeo a la altura de León y Orense. Es interesante observar, que en ésta vía, también se localiza otra de las antiguas iglesias visigodas que mejor se conservan, si bien su emplazamiento ya no es el original y de la que hablaremos en otra ocasión: San Pedro de la Nave.



Cabe reseñar, además y por último, que a unos veinte metros, aproximadamente, de los ábsides y reposando entre olivos, hay una curiosa piedra labrada, que posiblemente perteneciera a alguna ara de sacrificios precristiana.



AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, como el vídeo que lo ilustra (a excepción de la música, reproducida bajo licencia de Youtube), son de mi exclusiva propiedad intelectual y por lo tanto, están sujetos a mis Derechos de Autor.


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