Un monasterio privado: San Antolín de Bedón



'Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.
Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño...' (1)

Su ubicación, en un prado cercano a la costa, rodeado de monte y bosque, en las cercanías de la desembocadura del río Bedón, hacen del lugar un pequeño remanso de paz, que se ve alterado, desgraciadamente en la actualidad, por el cercano viaducto de la autovía que conecta Oviedo con Santander. Una autovía que, paradójicamente, se corta, tal cual, unos diez kilómetros más adelante, en la pintoresca y marinera población de Llanes, para convertirse, otra vez, en primigena carreterilla nacional de dos carriles, uno de ida y otro de vuelta. Como la gran mayoría de monasterios, los orígenes de San Antolín de Bedón están envueltos en ese dulce líquido amniótico que, comparativamente hablando, son las leyendas. De éstas, son principalmente dos las que se mantienen vigentes al cabo de los siglos, aunque quizás, por el grado de romanticismo implícito, sea más popular aquélla que sitúa sus orígenes en el crimen cometido por el conde Muñazán, hijo de Rodrigo Alvarez de las Asturias quien, pretendiendo forzar a una doncella, terminó asesinando a ésta y al amante en cuyos brazos se había refugiado tras conseguir huir del voluptuoso conde. Otra leyenda, no menos significativa que la anterior, sobre todo si nos atenemos a ese oscuro y a la vez fascinante universo que son los símbolos -no olvidemos, que entre otras representaciones, en ocasiones la Magna Mater toma precisamente la forma, no sólo de osa/o para manifestarse entre los seres mortales, sino también la de jabalí, y observemos que no son pocos los autores que ven en éste animal el emblema de reinos legendarios, como el de Agharta-, sitúa al mismo protagonista, este conde Muñazán, persiguiendo a un jabalí que, pretendiendo huir del terrible acoso a que es sometido por el conde, se refugia en una cueva cercana. El conde, impulsado por ese deseo febril, común a todo cazador, penetra en la cueva, remiso a dejar escapar una pieza que ya dá por segura, encontrándose, en lugar de ésta, una imagen de San Antolín iluminada por una misteriosa luz. Tanto en una como en otra leyenda, el arrepentimiento y la toma de conciencia de una vida licenciosa, hacen que el conde decida redimirse, fundando un monasterio en el que ingresaría como monje, dedicándose a Dios el resto de sus días. El monasterio, obviamente, no es otro que ésta pequeña y maltratada maravilla, que conforman los cimientos de San Antolín de Bedón.

Dejando a un lado, al menos momentáneamente el tema legendario, no obstante sin olvidar nunca que toda leyenda, por fantástica que nos parezca, oculta generalmente una gran verdad histórica, hay pruebas más que suficientes para situar los orígenes de este monasterio, cuando menos en el siglo XI. Eso, al menos, avalan dos inscripciones, en las que aparecen los años 1175 y 1176, respectivamente, obviando una tercera inscripción, que desapareció en fecha indeterminada.
San Antolín, en la actualidad, está en manos privadas, de manera que su acceso al interior está sumamente limitado. Del antiguo cenobio benedictino (2), apenas sobrevive el recinto de la iglesia en sí. Anexos a ella, se aprecian algunos edificios, de índole netamente rural, que se caracterizan principalmente por el estado de abandono y ruina, pero que sugieren la existencia, en tiempos, bien de una comunidad de monjes, autosuficiente, o bien de arrendatarios tutelados por estos.

El templo consta de un ábside principal, y dos pequeños absidiolos, así como de dos portadas, situada la principal en la zona sur, y la otra, debajo de la espadaña, en la zona oeste. Ésta, parece haber sido rehecha en tiempos modernos, tomando como base o modelo la portada original situada, como he dicho, en la zona sur, y muestra la única ornamentación exterior que se puede observar, en base a su serie de canecillos.

No por su escaso número, los canecillos muestran, desde luego, motivos con un interesante simbolismo añadido: la madona con el niño, la oca, el cazador con el cuerno, los utensilios y los perros –quién sabe si haciendo referencia a esa versión de la leyenda comentada al principio- el motivo céltico del nudo eterno, e incluso, en mi opinión, un motivo quizás no demasiado frecuente en el románico asturiano, como es el músico y la bailarina o contorsionista que, aunque más rudimentario, evidentemente, recuerda los grandes motivos del denominado Maestro de las Serpientes o Maestro de Agüero, que puso su sello personal en el monasterio de San Juan de la Peña, así como en reconocidos templos de Huesca y las Cinco Villas aragonesas.
En resumen, un lugar en la actualidad abandonado de la mano de Dios pero ciertamente interesante, situado en pleno camino de la costa asturiano, que en tiempos debió de uno de los cenobios más importantes localizados en el reino de Asturias y mantener una próspera comunidad monacal, entre cuyas funciones estaba, también, no cabe duda, la de ofrecer refugio y hospitalidad al peregrino que elegía ésta opción de ruta, en su viaje a la tumba del Apóstol.
 


(1) Jorge Luis Borges: 'Antología Poética', Alianza Editorial, S.A., 2ª edición, 1983, página 42.
(2) Algunos autores observan, no obstante, cierta influencia cisterciense, en cuanto a la austeridad de su ornamentación se refiere.

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