Contrasta: ermita de Nª Sª de Elizmendi
Continuando con los pormenores propuestos en la ruta que iniciamos en Araia (ermita de San Juan de Amamio), dejando atrás la ancestral Ocariz y siguiendo en direccion a la frontera con Navarra -imaginemos que somos peregrinos que se dirigen hacia Estella- la siguiente población donde merece la pena detenerse, una vez dejado atrás el Puerto de Opakua, con sus frondosos bosques, es Contrasta. La Kontrasta vasca, en uno de cuyos altozanos, dominando la población desde un lugar que ya muy posiblemente conociera cultos ancestrales a la figura de la Gran Diosa Madre -la tradicional Andra Mari-, se levanta uno de los templos más curiosos de la zona: la ermita de Nª Sª de Elizmendi. Esta ermita no es, sino, la única ermita superviviente de aquéllas siete -número significativo, como las estrellas que conforman la Osa Mayor, por la que se orientaban los peregrinos en camino hacia Compostela y el Finis Terrae- que se sabe, había en este antiguo pueblo fundado, al parecer, por el rey Alfonso X, en 1256. El por qué de ésta supervivencia, así como el hecho de que sea uno de los más famosos santuarios marianos de la provincia de Álava, posiblemente radique en el propio lugar sobre el que se levanta la ermita. Un lugar que, aún hoy, y al decir de los vecinos, irradia una poderosa energía. Este detalle, que puede parecer vanal y supersticioso para muchos, quizás, en el fondo, no sea más que una pista que nos señale la posibilidad de un antiguo centro megalítico, elegido por ser un punto de confluencia de aquéllo que los celtas denominaban wouivres o serpientes, y hoy día conocemos como corrientes telúricas que, parece demostrado, actúan de determinada manera sobre el entorno y las personas y que, de hecho, el Cristianismo aprovechó en numerosas ocasiones, para reactualizar en su favor, cultos ya previamente establecidos. El que esté bajo una advocación mariana, no debería sorprendernos en demasía si, siguiendo el patrón de lo argumentado hasta el momento, dirigimos la vista unos kilómetros más adelante, hacia el pueblo de Ullibarri-Arana -que será, el próximo punto de destino- y nos detenemos en su pequeña ermita, dedicada, precisamente, a la figura ancestral de Andra Mari.
De ábside semicircular y nave alargada, un vistazo a los elementos que configuran su estructura, incluida la excelente calidad de sus sillares, nos puede servir de aviso para pensar en la fuerte presencia romana en tiempos, cuyas cercanas necrópolis sirvieron como material reutilizable para templos y otro tipo de construcciones posteriores. De tal manera, que no ha de extrañarnos encontrarnos con restos de numerosas làpidas de tal origen, sobre todo en la zona sur de la ermita, distribuídas en la cercanía del pórtico de acceso.
Lápidas, por otra parte, en la que aún se observan restos de inscripciones, así como alguna variedad de símbolos, que han motivado que algunos autores opinen que sirvieron de modelo para los motivos labrados en las grandes modillones del ábside. Consisten estos motivos, principalmente, en discos solares, estrellas de seis puntas -este tipo de estrellas es muy corriente, hasta el punto de que, denominadas flor de la vida o espantabrujas, cumplían una función protectora y solían colocarse tanto en iglesias, como en monasterios, como en casas particulares- y cruces inmersas en círculos. Una de tales cruces inmersas en un círculo y con otro círculo o agujero en medio, ofrece una idea de rotación, de rueda, de vida que no se detiene y gira, como esas antiguas espirales que inspiraron numerosos cultos a prácticamente todos los pueblos y civilizaciones de la Antigüedad y que ofrecen, siguiendo los patrones de razonamiento del gran Hermes Trismegisto, una visión de su Tabula Smeragdina, en lo referido a aquél famoso aserto que dice: como es arriba, así es abajo. Tal vez por ello, no ha de extrañarnos si en nuestro periplo aventurero nos tropezamos, casuísticamente, con símbolos ancestrales que, aunque su verdadero significado se haya perdido y actualmente se limiten al ámbito de la especulación, aún ofrecen un digno testimonio de lo arraigado de ciertos símbolos y mitos en lo que bien pudiéramos denominar, desde un punto de vista junguiano, el inconsciente colectivo. Un buen ejemplo de lo que digo, podríamos encontrarlos en los dinteles de algunas casas modernas, cercanas a la ermita, donde no debería sorprendernos encontrarnos con estrellas de cinco puntas, espirales y círculos concéntricos, como un recuerdo o una herencia, a los cultos de los antepasados.
Pero, posiblemente, de todos los motivos consignados en los modillones que como una media luna, cercan el ábside, el que más llame la atención o el que más destaque, sea aquél que muestra un extraño Cristo. Tallado de una manera bastante tosca, apenas se aprecia la cruz, ofreciendo, al menos en un primer vistazo, una sensación de ingravidez, de elevación y de dominio del espacio, más propia de las representaciones cátaras, que aborrecían de la cruz como instrumento de martirio. Como digo, es sólo una impresión. Pero es relevante un detalle, que debería hacernos pensar en que quizás, el cantero que lo labró, dejó a propósito una señal. Cuando hizo esas manos desmesuradamente grandes, de alguna manera, nos estaba también indicando una conexión. Una conexión, cuyo sentido, en principio, desconozco, pero de la que me consta existen numerosos antecedentes. Y casi todos ellos, referidos, precisamente también, a las manos -o al menos, una de ellas- desproporcionadas que se pueden contemplar en muchas figuras virginales representativas de Vírgenes Negras. E incluso, en algunas figuras de santos camineros, como San Roque, que suelen encontrarse, también, en o en las cercanías de santuarios a ellas dedicados. Incluso no es extraño, encontrar ese ¿defecto?, en figuras angélicas, siendo relevante, por citar un ejemplo fácilmente comprobable, uno de los ángeles que se localiza en el claustro románico de la Concatedral de San Pedro, en Soria.
Dado que Contrasta fue un gran nudo de comunicación, y que por sus caminos peregrinos también llegó a España parte de esa marabunta francesa, poco o nada ilustrada, que arrasó el país como una plaga de langosta, me pregunto cuántas obras, cuántas claves y cuántas maravillas no se perdieron irremediablemente. Aún así, esta ermita de Nª Sª de Elizmendi, aún muda y parca en detalles, desprende una mediática atracción que, aún sin palabras, parece querer dar a entender que lo más importante, después de todo, no es el templo que se está viendo, sino el lugar sobre el que éste se levanta.
Comentarios
Quienes levantaron el santuario judeo-cristiano no se privaron de dejar dos cosas claras: que aquel emplazamiento era sagrado y que ellos lo habían conquistado.
Allí se adoró a la Gran Madre Tierra, en un templo autóctono luego romanizado.
La tradición y las numerosas lápidas empotradas en sus muros así lo demuestran. Cuando la Antigua Religión fue suplantada a golpe de espada, la nueva fe desmontó el viejo templo y con sus piedras, incluidas las lapidas votivas de los antiguos Dioses, construyó el nuevo edificio.
No importa, el aliento de la Madre Tierra, de los espíritus, genios y duendes de la Naturaleza todavía sopla allí. Ellos habitan aun ese alto lugar, libres, alegres y sonrientes.
Pudimos intuirlos en los negros nubarrones, en el agua de la tormenta y en el arcoíris final que hizo resplandecer las peñas de los montes, la hierba de los prados, la tierra de los caminos y los árboles de sus veredas.
Salud y fraternidad.