Monasterio de Santa María de Montederramo
Como ocurre con muchos otros monasterios de la Rovoyra Sacrata (1), la visión de un lugar, como puede ser este de Santa María de Montederramo, produce un cúmulo alternativo de sensaciones, que van desde la más profunda admiración, hasta la más persistente de las congojas. Admiración, evidentemente, porque es difícil no intentar remontarse a sus orígenes y evitar sentir vértigo frente al planteamiento de cómo pudo realizarse una obra tan perfecta, tan inconmensurable, con la precariedad y los aparentemente rudimentarios medios empleados en su construcción. Y una congoja infinita, desde luego, por ser testigo de que precisamente la mayor parte de esa perfección, de esa grandeza románica original -entiéndase, como ese conjunto indisoluble de proporción, peso, equilibrio, medida y armonía cuando menos-, se perdió irremediablemente a lo largo de los avatares de una larga historia en la que sucesivas demoliciones, guerras, cambios de parecer, adecuación a nuevos estilos y gustos arquitectónicos y desamortizaciones, fueron convirtiendo esta Rosaria Pétrea original, en un extraño híbrido que, después de todo, y a pesar de su desangelado aspecto, todavía tiene muchas cosas que contar.
Con Montederramo o Monte de Ramo, como se denominaba, al parecer, antiguamente, ocurre, dentro del ámbito de influencia de la zona en la que se ubica, y por extensión, como generalmente ocurre en el resto de esa Galicia, que en modo alguno desmerece el apelativo de Máxica que lleva aparejado desde el alba de los tiempos, un fenómeno de adaptación cultual que, comparable con el resto de los antecedentes peninsulares, brilla por encima de ellos, precisamente por la gran arraigambre y pervivencia entre el pueblo gallego de mitos y ritos de culturas pretéritas, en especial las de origen netamente celta, cuyas costumbres, en muchos casos, no se consiguió nunca erradicar por completo, ni siquiera en el periodo de romanización. Costumbres, cultos, ritos y mitos que, en muchos casos, aunque convenientemente maquillados, si se me permite la expresión (2), continúan incluso vigentes en la actualidad y hacen que un recorrido por los diversos lugares y pueblos que conforman sus cuatro provincias, se convierta, después de todo, en una experiencia cuando menos singular.
En base a ello, se puede situar Montederramo en ese norte de la provincia orensana, en el valle que atraviesa el río Mao -un río, dicha sea de paso, que como sus congéneres el Sil y el Miño, conforma, en algunos tramos de su recorrido, unos cañones (los Cañones del Mao), realmente hermosos y espectaculares-, y al pie de la Sierra de San Mamede, nombre éste que nos conecta con otro de los fenómenos que caracterizaron, cuando menos a partir de los siglos III y IV -incluida la denominada herejía priscilianista-, como es el modelo de vida eremítica y la aparición de santos varones, de vida no sólo teóricamente ejemplar, sino también interesantemente legendaria y mistérica. San Mamede, evidentemente, sería uno de ellos, y según se sabe, en este caso este eremita estaba sometido a la autoridad del abad del monasterio de Montederramo. Un monasterio, al que se accede desde la carretera nacional que conecta Orense con Ponferrada, siguiendo el desvío situado a la altura del pueblo de Leboreiro. Un pueblo, este de Leboreiro, en cuyo término se localizan vestigios de la denominada Cultura Castreña o Castrexa, como se denomina por allí y de los cuales se hacía referencia anteriormente, aunque, dada la inexistencia de excavaciones arqueológicas, se encuentra por completo faltos de estudio, pero cuya presencia conforma, digamos, el ambiente pre-cristiano del que surgieron estos impresionantes cenobios.
A una decena de kilómetros, aproximadamente, y una vez pasado el Alto que lleva por nombre otro de esos singulares varones mistéricos de los caminos, como es San Roque, ya se divisa el pueblo, y de hecho, la reconvertida e inconfundible portada neoclásica del monasterio. Y conviene añadir, llegados a este punto y antes de entrar en los misteriosos claroscuros de su interior, que pasado el pueblo y el monasterio, a tan sólo unos insignificantes cuatro ó cinco kilómetros de distancia, otro espectacular monumento y una pequeña pero no menos singular capilla o capela, nos ponen sobre aviso de la veneración más que universal que existe por la figura ancestral de otro santo eremita, no menos singular que los anteriores: el Crucero de Marrubio y la Capela de San Antón.
Resulta difícil no pensar, una vez situados frente a la titánica portada del monasterio, en esa simple ecuación que define a la energía, la cual ni se crea ni se destruye, sino que tan sólo se transforma; en realidad, si nos dejamos llevar por tal pensamiento, veremos que, en el fondo, el viejo y poderoso cenobio continúa estando ahí. Sus viejas hojas de acanto, sus moralizantes capiteles, las clásicas definiciones de vicios y virtudes, representadas por los arcaicos híbridos mitológicos vagan en los vacíos habitados por el alma de la piedra. Una piedra transformada, pero que continúa dejándose llevar por la magia de una geometría sagrada menos recargada, pero más pura en su aparente simpleza. Las bases geométricas se alternan armónicamente y como en el ejemplo de Platón, surgen de las sombras de la caverna, transformándose en ideas. Triángulo, cuadrado, rectángulo y círculo son esas sombras cavernarias que, unidas en un conjunto indisoluble, maquillan el templo original, pero no obstante, continúan alimentando su esencia. Esto quizá se hace más evidente en su interior, donde las soberbias columnas sujetan bóvedas que parecen estar tan lejanas como el cielo que simbólicamente representan. Y es en la simpática atracción de las cúpulas y cimborrios, donde el espectador vuelve otra vez a familiarizarse con ese primigenio arte bizantino, cuya luz susurra, una y otra vez, su nacimiento en Oriente.`
Pero Santa María de Montederramo, no es ni remotamente un lugar yermo que espera con mustia ansiedad la llegada del estío y la afluencia de visitantes, pues en el claustro anexo, la algarabía de los estudiantes es como el dulce trino de aquellos pajarillos de antaño que acompañaban la labor de los monjes y en ocasiones alteraba también su solitaria contemplación. Y es aquí, en la parte superior de su claustro plateresco, rodeada de aulas, pinturas y avisos escolares, donde el visitante se tope, por sorpresa o con conocimiento de causa, de un genuino recuerdo: una portada románica que, por alguna curiosa razón, se salvó de disolverse en el atanor que transformó prácticamente al resto. Por su situación y por los motivos vegetales que aún se vislumbran en sus milenarios capiteles, quizá pueda imaginarse ese hermoso edén que en el fondo representaban los claustros y jardines de los monasterios medievales.
Por otra parte, no sería vano afirmar, que de la grandeza histórica de este venerable monasterio, queda un genuino y auténtico museo artístico, cuyas piezas, sublimes en muchos casos, y sobre todo variadas, tienen muchas cosas interesantes que contar. No hablar de ellas, de sus secretos, de los mediáticos simbolismos que ocultan en muchos casos, sería poco menos que un delito. Pero eso, bien merece el honor de figurar en una entrada propia, que seguirá a la presente, en un futuro no lejano.
No obstante, y para quien quiera profundizar en la historia y desarrollo de este increíble lugar, que es el monasterio de Santa María de Montederramo, les emplazo a leer el libro de Alberto Cacharrón Mojón, Montederramo, el poder monacal a orillas del Mao, Imgrafor, S.A., 2008, así como las publicaciones al respecto y el vídeo editado por la Oficina Municipal de Información Turística del Concello de Montederramo, cuyo teléfono de contacto, es el siguiente: 988.292.072
(1) Teóricamente, el descubrimiento del término Rovoyra Sacrata, se lo debemos a una de las personas que mejor conoce el lugar, Ana Méndez Trabado, pues no en vano fue su guardiana durante años y mediante sus gestiones, se pudo acceder a cierto documento histórico, en el que figura dicho término, que se conserva en el Archivo Histórico de Madrid.
(2) Un buen ejemplo de ello, que en parte significó una tregua a la brutal destrucción de monumentos precristianos, lo podemos encontrar en una carta enviada por el papa Gregorio el Grande al abad Mellius, su enviado en Inglaterra, que incluía el siguiente y significativo párrafo, indicando unas instrucciones muy precisas para Agustín (¿San Agustín?) y que transcribo textualmente de la fuente donde no hace mucho la leí, por si alguien está interesado en consultarla -Andrew Sinclair: 'El descubrimiento del Grial', Editorial Edhasa, 1ª edición, febrero de 2003, páginas 40-41-: "He llegado a la conclusión de que los templos en Inglaterra no deben ser destruidos de ninguna manera. Agustín tendrá que destrozar los ídolos, pero deberá rociar los templos con agua bendita y construir en ellos los altares donde se depositarán las reliquias. Debemos aprovechar la ventaja de tener templos bien construidos purificándolos del culto al demonio y dedicarlos al servicio del verdadero Dios. De esta manera, confío en que la gente (al ver que sus templos no son demolidos) abandone la idolatría y continúe frecuentando los templos como hacía antes, y así llegue a conocer y reverenciar al verdadero Dios". Curiosamente, algo parecido escuché en el año 2010 frente al maravilloso pórtico de entrada de la iglesia navarra de San Pedro de Echano o de Etxano, en relación a la simbología en ella desplegada, lo cual constato aquí únicamente como dato anecdótico.
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