San Pedro de Rocas
Al hablar de un lugar como San
Pedro de Rocas, no sólo se hace referencia al más antiguo de los monasterios de
la Ribeira Sacra, sino probablemente también, al más antiguo, al menos
conocido, de los monasterios de Galicia e incluso, apurando aún más si cabe, de
la Península. Acceder a él, siquiera sea por unos breves instantes, es adquirir
de alguna forma y figurativamente hablando, un pasaje de embarque, sin ningún
tipo de garantías, en la impredecible nave del Tiempo y del Misterio,
esperando, cuando menos, navegar en un mar histórico picado. Ahora bien, una
vez lejos de las primeras aprehensiones de saberse caminando sobre un
monumental cementerio, a través del impresionante silencio de unas tumbas
solitarias, olvidados los huéspedes de toda clase, edad y condición que un día
albergaron piadosamente, difícil resulta no pensar en ese impenetrable Velo
de Isis teosófico que oculta los inicios de una forma de Cristianismo
posiblemente pura y natural, a la que, curiosamente, denominaban como el
Camino, y se mantenía independiente de una Eclessia romana y
oligarca que ya comenzaba a coquetear peligrosamente con las corruptelas del
poder. Tal es así, que no es en absoluto descabellada la suposición de que en
este lugar, como en muchos otros de aquélla incombustible Gallaecia –por no
citar, los importantes focos eremíticos del Bierzo, o de la montaña palentina o
del Valderredible cántabro-, se asentaran con fuerza filosofías que no
tardarían en ser tildadas de herejía y perseguidas con inusitada saña, como
siglos después ocurriría en Occitania con los cátaros. Tal sería el caso de
Prisciliano, juzgado y decapitado en Tréveris en el siglo IV, sabiéndose que la
expansión de su doctrina no sólo fue popular y tremendamente convincente, sino
que además, comenzó aquí, en Galicia, en lugares similares a este de San Pedro
de Rocas, de donde se extendió al resto de la Península como un reguero de
pólvora.
Pero si esto constituye todo un
revulsivo histórico, no lo es menos el lugar en sí, enclavado en lo más
profundo del municipio de Esgos, a apenas una veintena de kilómetros de la
capital orensana, en un territorio donde todavía se mantenían calientes las
hogueras culturales de un celtismo plenamente integrado y difícil de olvidar.
Tan difícil, de hecho, que ni la presencia en el lugar de un auténtico martillo
pilón, como fue Martín de Braga, más conocido como San Martín Dumiense,
evangelizador y a la vez estoico
perseguidor de los que él llamaba veneratore lapidi –adoradores de
piedras- (1), ni tampoco posteriormente las incombustibles hogueras de la
Inquisición consiguieron erradicar (2). De manera, que si uno se pasea por los
alrededores, no tardará en descubrir lugares de culto antiguo convenientemente
cristianizado, como esa solitaria capela da Virxen do Monte, en el
vecino pueblo de Teixeira, perteneciente al concejo de Nogueira de Ramuin; o
esas Mámoas de Moura, prácticamente devastadas e irreconocibles,
pero a la vez genuinamente descritas como lo que realmente fueron: panteones
funerarios edificados entre los años 3500 a 2000 antes de Cristo por los
primeros pueblos agricultores y ganaderos conocidos de la zona.
No obstante su situación de
aislamiento, este lugar de San Pedro de Rocas parece ser que fue abandonado a
principios del siglo VIII, después de una incursión de los musulmanes, detalle
que nos da una idea aproximada, no sólo del tremendo poderío del Califato de
Córdoba, capaz de movilizar auténticos ejércitos capaces de llegar a cualquier
punto en un tiempo relativamente corto, sino también del profundo conocimiento que
los musulmanes tenían de la Península y la tremenda eficacia de sus compañías
de exploradores. Por supuesto, dejando a un lado las importantes lagunas que se
suceden en la cronología histórica, las referencias a su rehabitabilidad, se
remontan al siglo IX, cuando el lugar vuelve a ser ocupado, según relata un
documento fechado en el año 1007, bajo el reinado de Alfonso V, seguidor
también de la regla benedictina implantada por Alfonso III el Magno. Y lo es
–dato que muchos historiadores califican de legendario-, cuando varios
caballeros –uno de ellos, llamado Gemodus-, inmersos en una aventura de caza
–pongamos atención a la asociación lugar mágico y caza- se topan con el
lugar que, de alguna manera misteriosa e incognoscible, pero como obedeciendo a
unos designios inescrutables –recordemos también, las luces que señalaron el emplazamiento
de la supuesta tumba del Apóstol Santiago en el bosque de Llibredón-, se
niega a ser olvidado. Si repasamos la Historia, observaremos episodios muy
similares, comunes a determinados lugares de nuestra geografía, entre ellos, el
considerado justamente como el monasterio del Grial por excelencia: San Juan de
la Peña.
Guardando las distancias,
obviamente, hay cierto paralelismo entre San Juan de la Peña y San Pedro de
Rocas. No sólo tienen unos antecedentes eremíticos similares, sino que en
ambos, es la misma piedra la madre y la matriz que contiene el líquido
amniótico donde va a gestarse una espiritualidad, que en ocasiones se nos
aparece como sobrenatural. Dentro del mundo de la leyenda, también en ambos
casos el ejercicio de la caza supone la rehabitabilidad de un lugar sagrado
varios siglos olvidado, y una revitalización posterior, en la que interviene,
con generosas donaciones, otro símbolo: la Corona. Así, no ha de sorprendernos
tampoco, que ya en el año 1199, se considere a San Pedro de Rocas como un
importante priorato, y su historia se vea ligada a dos importantes monasterios:
Santo Estevo de Ribas de Sil y San Salvador de Celanova.
Como en todo conjunto monástico que se precie de tener circunstanciales cicatrices, también en San Pedro de Rocas hubo episodios desgraciados, que echaron a perder buena parte de sus originalidades primitivas relacionadas con los entramados arquitectónicos levantados alrededor de la roca madre, entre ellos, varios incendios, registrándose el último en el siglo XVI. Como incendiaria, podría considerarse, así mismo, la Desamortización de Mendizábal. Pero a pesar de todo, si hay algo que persiste en este legendario silencio en que se ha convertido en la actualidad el monasterio, son sus leyendas; leyendas que, al fin y al cabo, conservan la esencia de los viejos mitos, eternizándose de generación en generación: la fuente de San Vieito (San Benito), con su capacidad para curar verrugas; el túnel que se encuentra obstruido por una viga de oro; o el viejo goteo de la "pinga", con el que, siempre según la leyenda, se castigaba a las mujeres pecadoras y en cuyo trasfondo, encontramos también otra similitud con el que allá, en San Juan de la Peña, se castigaba a los monjes díscolos.
San Pedro de Rocas: Historia, Silencio y Leyenda.
(1) A él, precisamente, se debe la indiscriminada destrucción de numerosos megalitos y templos precristianos, que hubieran aportado valiosísima información sobre las civilizaciones y culturas precedentes.
(2) A este respecto, y aunque el crucero de piedra que lo señalaba ha desaparecido hoy día, todavía existe la enorme piedra de aspecto megalítico que lo albergaba, enfrente del monasterio de San Paio de Abeleda, lugar que era utilizado por los inquisidores para sus juicios. De hecho, todavía se mantiene en pie un pequeño edificio, situado a escasos metros, que servía como cárcel.
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