San Esteban de Atán



Otro de los lugares interesantes,  tanto por su situación como por sus especiales características, es la iglesia de lo que en tiempos conformara el monasterio de San Esteban de Atán. Distante, aproximadamente, unos quince kilómetros de Pombeiro y de su templo, dedicado a la figura de San Vicente –se accede desde la N120 en dirección a Monforte de Lemos-, constituye todo un enigma histórico, con multitud de detalles que destacar, entre los que no faltan, desde luego, la presencia, en los sillares de sus muros, de numerosas y a la vez curiosas marcas de cantería, cuyas peculiaridades las hacen de alguna manera especiales y que probablemente fueron realizadas por los primeros canteros, al parecer de origen suevo o visigodo, cuyos ejemplos resultan ya realmente escasos en Galicia.

A este respecto, y emplazado en un solitario lugar, situado muy cerca de la confluencia de los ríos Sil y Miño, su historia, no obstante y por lo que se sabe, está indiscutiblemente ligada a la figura del obispo lucense Odoario (740-786) quien, en cierto documento que se utiliza como referencia generalizada, afirma que no sólo fue su fundador, sino que también se estableció en el lugar, junto con su familia y sus siervos. De manera que, en virtud de tal detalle, bien se podría afirmar, que tenemos aquí una curiosa fundación, de carácter monástico-familiar, si tal detalle puede considerarse aceptable. Una fundación, original, que fue arrasada por los musulmanes, volviéndose a recuperar en los siglos IX y posteriores, a instancias de reyes como Alfonso II el Casto –recordemos los emblemáticos templos del denominado Arte o Prerrománico Asturiano, que se levantaron durante la Monarquía Astur, como Santa María del Naranco o San Miguel de Lillo-, quien lo donó seguidamente a la mitra lucense o Fernando II, rey de León, quien, en 1164 –seis años después de haber realizado una curiosa donación de tierras y pastos comprendidos entre la Meseta y la cumbre del Monsacro, a unos misteriosos frates que algunos identifican con los siempre controvertidos monjes guerreros del Temple, lo cual se menciona aquí de manera anecdótica-, le otorga el privilegio de coto, ratificado posteriormente, en 1189, por otro rey, Alfonso IX, que significó un meritorio desarrollo económico de la comunidad.

A pesar de estar considerado como de transición entre los siglos XII-XIII, el edificio parroquial conserva, en líneas generales, las características de los templos prerrománicos, cuyos detalles se evidencian, quizás con más notoriedad, en la típica forma cuadrada de su ábside o cabecera, a la que se añade una nave alargada o rectangular. De ésta primitiva construcción y estilo, no obstante, se conservan tres ventanas de celosía, las cuales se localizan en los muros de la torre –la original, se cayó a comienzos del siglo XX- y en la pared oriental de la nave.

En la zona oeste, por encima del pórtico principal de entrada y destacando en lo más alto del tejaroz, se aprecia la familiar figura del Agnus Dei, motivo que caracteriza buen número de construcciones similares, situadas en las diferentes provincias gallegas, aunque en este caso, y dado su gran parecido –exceptuando el detalle de la cruz-, uno de los mejores ejemplos lo encontraríamos en la iglesia anexa al convento de San Francisco, situado en la capital lucense, en las inmediaciones de la Rua Nova –una de las calles principales de Lugo, bien conocida por peregrinos y visitantes por la abundancia de agradables locales de alterne y tapeo- y la catedral.

Las series de canecillos, aunque basadas, en líneas generales, en los motivos habituales de un arte como el románico, con profusión de ornamentos de índole vegetal, geométrico y cuadrifolios muestran, también, algunos detalles interesantes, entre los que destaca, por las connotaciones simbólicas que puede haber detrás, la figura de la cabeza del lobo con un animal entre las fauces, posiblemente un cordero, que recuerda, en esencia, aquélla otra alusión más completa y elaborada, que representada en un capitel de la iglesia de San Francisco, en Betanzos, muestra la inconfundible figura de un lobo atacando precisamente a un Agnus Dei, detalle que queda para la interpretación de cada cual. Pero recordemos, así mismo, que tanto ésta iglesia de San Francisco, como la de Santa María del Azogue, que se localiza a escasos metros, reaprovecharon muchos elementos de la importante encomienda que el Temple tenía en esta hermosa villa coruñesa de Betanzos. Pero volviendo a la temática que nos ocupa, hemos de decir que también figuran, entre los elementos ornamentales, rostros humanos. De ellos, aparte del conocido popularmente como Santo Bebedor –en realidad, mi opinión es que se trata de un músico tocando su instrumento con forma de barril, bastante común, por otra parte, en este tipo de edificaciones-, destaca uno especialmente inquietante, de rostro severo y cráneo despejado y prominente, personaje quizás foráneo que podría sugerir la posibilidad de un posible referente histórico o, incluso, la representación del propio y por supuesto anónimo Maestro Constructor o Magister Muri.

Interesantes y a la vez originales por su rareza, pueden ser, además, los motivos de los capiteles situados en la parte derecha del pórtico que se abre en el muro norte, los cuales muestran una especie de vainas de guisante abiertas, cuyo interior, formado por pequeñas bolitas, juegan con fascinación de los números, y en particular, llaman la atención sobre el 9, el 4 y el 6.

Por último, y volviendo a parte de esas singularidades originales que se aprecian en la reconstruida torre, conviene remarcar la presencia de una hermosa cruz, con entrelazados de tipo céltico, que en algunos ámbitos académicos se conoce como Cruz de Carlomagno, en cuya composición, el buen observador apreciará curiosos símbolos, entre ellos, la singular runa de la vida, más popularmente conocida como pata de oca.
De este entorno que rodea a la iglesia, conformado principalmente por viñedos y campos de maíz, surgen varias rutas de senderismo: la primera, con cerca de dos kilómetros de extensión, conduce a la Cima de Atán. La segunda, posiblemente recomendada para caminantes infatigables, desemboca, treinta y cuatro kilómetros más adelante, en el emblemático monasterio de Santo Estevo de Ribas de Miño.

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