Monasterio de Santa María de Armenteira


Armenteira es un poema, una profunda sinfonía cuyas notas principales se confunden con la música misteriosa de la noche de los tiempos. Una sinfonía, donde la mesura y el silencio mantienen todavía, de alguna manera y aun a pesar de sus añadidos restauradores con vistas al turismo, parte de esa singular magia que consigue, después de todo, que cualquiera que llegue hasta allí con el pecho descubierto y la mente libre de prejuicios, acabe concediendo una oportunidad a la imaginación y también, por qué no, a lo fantástico. Santa María de Armenteira es un monasterio, sí, con un románico puro, lineal, definitivamente cisterciense, que responde a un modelo de exclusiva austeridad, teóricamente incapaz de perturbar el ora et labora de los monjes, como le placía a San Bernardo –que consideraba ridículo y a la vez indecoroso el exceso de ornamentación-, pero sin perder, no obstante ni por un momento, los conceptos inequívocos de belleza, equilibrio, mesura y perfección que definen, cuando menos, toda obra maestra levantada con los inalienables principios de la geometría sagrada que es, en el fondo, el verdadero líquido amniótico de su vital gestación. Al contrario que Ambrosio de Morales, que en su hacendada aunque no demasiado rigurosa relación, reconoce que no lo visitó y que sólo habla de oídas, alegando –seguramente por miedo a la iracunda reacción de un personaje soberanamente ortodoxo y temeroso de Dios y del Diablo, como fue Felipe II- la ausencia de reliquias en este lugar –necesarias, sin duda, para tapar esa teórica boca del infierno sobre la que, según los versados en esoterismo, se elevan los cimientos del monasterio de San Lorenzo de El Escorial-, basta un solo vistazo para darse cuenta de que ésta se suple cumplidamente con ese conocimiento simbólico atrapado en la piedra, que mantiene a buen recaudo los embites iracundos de ese otro mal, llamado demonio meridiano, que sume los ánimos en estados catatónicos de desidia y es por tanto enemigo, por deceso, de toda creación. Por el contrario, invita a reflexionar, y a la vez, también a especular, sugiriendo formas, números y símbolos superpuestos aunque nunca dejados al azar, que a la postre completan una intención original y premeditada, donde cada pieza, por sencilla que sea, cumple a la perfección su función dentro del estado general del conjunto. También, como todos los monasterios que calladamente asumen o presumen de solera en base a su antigüedad, el monasterio de Santa María de Armenteira está ligado no sólo a la leyenda, sino además a la vida de un singular personaje, San Ero –un nombre ya de por sí significativo, que recuerda a aquél trueno vestido de nazareno, metafóricamente hablando, de los poemas de Machado, referentes a don Guido- y a una fantástica historia que, curiosamente, lo empareja con otro personaje no menos significativo y de nombre complementario, Virila –de virilidad-, bien conocido por todos los peregrinos que recorren el Camino Antiguo o Camino Francés y tienen la oportunidad de detenerse y visitar el monasterio navarro de Leire: a ambos, Dios les demostró la teoría de la relatividad mientras escuchaban embelesados el dulce trino de un pájaro, ochocientos años antes de que Einstein la pusiera de moda, teorizándola sobre una pizarra.



No hay pruebas de que San Ero fuera su fundador, allá por los albores de los siglos XI ó XII, como asevera la leyenda –de hecho, se cree que pudo existir en el lugar un cenobio anterior-, pero sí consta como que fue su primer abad, instalándose en el lugar en compañía de su familia, detalle que todavía era corriente en aquellos nebulosos tiempos, en los que se constata la existencia de monasterios de índole familiar, como así queda demostrado, por ejemplo, en la vecina provincia de Lugo, en la Rovoyra Sacrata, cuando menos con el de San Esteban de Atán.  De la etapa cisterciense –según la leyenda, San Ero pidió al propio San Bernardo que le enviara algunos monjes de Clairvaux, a los que pretendía vincularse-, sobrevive, prácticamente inalterable, el recinto eclesial. Se trata de una típica construcción con planta en forma de cruz, ábside principal semicircular y dos pequeños absidiolos auxiliares, que se corresponderían con las no menos típicas o corrientes capillas de la Epístola y del Evangelio. Precisamente, en un lateral cercano a la primera, se localiza una magnífica talla que representa a San Ero con la mirada arrobada, mesándose la larga barba, un pajarillo sobre su hombro y una hogaza de pan en la mano, que recuerdan ese aspecto totémico y evidentemente pagano que acompaña a las figuras de ciertos santos muy populares: San Antón, San Roque, San Jerónimo o San Froilán, al que un lobo llevaba los libros sagrados en castigo por haber devorado a la mula –animal emblemático, también asociado a las figuras de los reyes y mesías de Israel, sobre la que giraron tantas historias prodigiosas durante la Edad Media- que los portaba. Aun sobria, su portada principal, orientada hacia poniente, mantiene una equilibrada elegancia, que se ve resaltada con la presencia de un magnífico rosetón. En ambos casos, la numerología parece jugar un papel antagónico: en el caso de la portada, ocho son las arquivoltas que descansan sobre otros tantos capiteles, cuatro a cada lado, de temática netamente vegetal, las basas de cuyas columnas muestran –motivo, por otra parte, abundante en otros templos gallegos- significativas estrellas de ocho puntas. En el diseño del rosetón, girando en una escatológica y dantesca disposición alrededor de un centro incognoscible y unitario, diversos motivos alegóricos recuerdan unas constantes –simbolismo aparte- basadas en números tradicionalmente sagrados, como el cuatro, el cinco, el seis y el ocho. Junto a la portada e inusualmente abierta en la pared, una pequeña puerta permite el acceso a la torre campanario. El armazón interior del conjunto, se sustenta en formidables pilastras, cuyo número, ocho, vuelve a resultarnos familiar. Familiar, así mismo, se podría considerar la forma y el aspecto de las nervaduras de la bóveda del ábside, comparables, en esencia, a aquéllas otras que se ven, por ejemplo, en el edículo central de una de las iglesias más relevantes y categóricas del románico peninsular: la iglesia segoviana de la Vera Cruz. De época muy posterior –siglo XVII- pero curioso en su diseño, es el baldaquino o templete de aspecto masónico que se levanta justamente debajo, cuya parte superior, distribuida en forma de brazos o tentáculos hasta un número de seis, está coronado por una figura de Dios-Padre. En el centro, otro baldaquino o templete más pequeño, contiene la custodia y en su parte superior, una magnífica talla mariana del siglo XVI, de excepcional simbolismo y con el pecho descubierto, en acción de dar de mamar al Niño –el alimento espiritual que también tomó San Bernardo, tal y como se le representa en numerosas expresiones artísticas-: la Virgen de las Cabezas.

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