Santa Eulalia de Bóveda: un ninfeo a la vera del Camino Francés
Como
se aventuraba en la entrada anterior, y dentro, también, de la denominada Ruta do Vello Lugo Agrario, hay un lugar
decididamente especial, sobre todo para los amantes de la Historia, del Arte, y
por qué no decirlo, del Misterio. Un lugar que, apenas dista una veintena de
kilómetros de una espléndida ciudad, que fue un bosque sagrado para los
antiguos celtas, los cuales lo habían dedicado a una de las principales
divinidades de su Panteón, Lug y donde los conquistadores romanos levantaron
una empalizada que, a menor escala, desde luego, pero comparativamente
hablando, ejercía similares funciones a las del famoso muro de Adriano en la
también brumosa Britania, con el fin de mantener a raya a las belicosas tribus
conquistadas: Lugo. Tampoco –como ya se vio, con respecto a la iglesia de San
Miguel de Bacurín- queda dentro de las lindes del Viejo Camino o Camino Francés,
a su paso por la provincia; pero la insignificante distancia que lo separa de
éste, apenas dos, a lo sumo tres kilómetros, supone un esfuerzo menor que
muchos peregrinos, posiblemente atraídos por los reclamos, más persistentes en
la actualidad, se arriesgan a afrontar tan ínfimo desvío, posiblemente confiando
en que van a ver algo verdaderamente especial, que no les dejará en modo alguno
indiferentes y que, de hecho, supondrá otra de las múltiples experiencias anexas
al Camino, dignas de contar y
recordar: el Ninfeo de Santa Eulalia de Bóveda.
En Bóveda, como en muchísimos
otros lugares de esta vieja piel de toro que es España, la llegada del
Cristianismo supuso una ruptura muy poco convencional con los antiguos cultos,
a los que había que eliminar por decreto, aunque eso supusiera reducir a
escombros sus principales santuarios antes, durante y después de San Martín,
obviamente el de Dumio y no el que según la tradición, cortó la capa por la
mitad para ofrecérsela a un mendigo. Por alguna extraña razón, todavía no
desvelada por historiadores y arqueólogos, tal destrucción no se llevó a cabo
con este singular santuario de origen romano. Por lo menos, no se hizo al modo
convencional, sino que, condonado de la terrible acción de la maza o el
martillo –tampoco el de Thor, aunque el fin destructivo sea el mismo- se
enterró, construyéndose sobre él una iglesia. Una iglesia que, de hecho, y en
vista de las innumerables reformas practicadas en ella, en nada recuerda al
templo original y apenas ofrece interés, al menos exteriormente hablando. Este detalle
-seguramente motivado por la persistencia con que las gentes, sobre todo las
enfermas, acudían al lugar-, trajo, cuando menos, la feliz coincidencia de que
el monumento se conservara en un estado inusualmente excelente. Felicidad que,
desde luego, duró muy poco, puesto que cuando se descubrió, o mejor dicho, se
redescubrió, a comienzos del pasado siglo XX, la insensatez, unida a la desidia
y la poca habilidad de unos obreros que en absoluto tenían conocimiento del
valor intrínseco de aquello que tan chapuceramente estaban manejando, hizo que el mundo, y también la Historia,
perdiera la mayor parte de un monumento único que, como hemos dicho, y por esas
curiosas paradojas del destino, había escapado al terrible furor destructor de
los primeros misioneros.
Como consecuencia de estas terribles paradojas y mefistofélicas burlas del destino, del
Ninfeo de Bóveda, ya no queda esa maravillosa suntuosidad de sus dos pisos, ni
tampoco el lustre de los costosos bloques de mármol que, al parecer, recubrían
la parte inferior de sus paredes, logrando que resaltaran aun más las maravillosas
pinturas que recubrían éstas. Unas pinturas, que representan, en sus elementos,
una conjunción simbólica entre dos mundos antagónicos como son la Tierra y el
Cielo, entre los que se desliza, atrapado en esa invisible escala angélica, el
Espíritu de los hombres. Un espíritu, y unos hombres, que acudían al Santuario de Bóveda, atraídos por sus
cualidades salutíferas, como así queda constancia, en algunos grabados que
todavía sobreviven al embite mortal del tiempo y al ataque inmisericorde de
unas familias de hongos, cuyo desarrollo va en concordancia con el proclive
clima del lugar. Los grabados -similares a otros muchos que todavía se localizan
en diferentes lugares, como fragmentos descabalados de un inmenso puzzle
monumental (1)- muestran las danzas rituales en honor de las divinidades; en
ellos, se puede apreciar a personajes cojos o inválidos que acudían al Santuario en busca de una salud perdida
o deteriorada, e incluso muestran, así mismo, la figura de una sacerdotisa
encinta –también el arte románico, utilizó los embarazos como temática en sus
representaciones, e incluso algunas de ellas, como en el caso de la iglesia de
San Juan del pueblecito burgalés de La Orden, censuradas por el martillo
eclesial-, celebrando los oficios junto a la imagen homónima de un sacerdote, y
para más misterio, ya que en Camino de Santiago o mejor dicho, muy cerca de
éste estamos, la figura inconfundible de todo un símbolo vital, inequívocamente
relacionado, la oca, ave que, según
algunas fuentes, abundaba en el lugar y no sólo cumplían como guardianes, sino
que, además, ejercían una simbólica función escatológica, como nexo de unión
con el Otro Mundo.
(1) Sirva, como ejemplo, las piezas reutilizadas como relleno en la iglesia de San Miguel, en la población cacereña de Tejeda de Tiétar, entre las que figura la imagen de un danzante y en cuyos alrededores, se sabe también de cultos a las Ninfas de las aguas y todavía existe una fuente románica y otra, situada en una finca privada, que lleva el emblemático nombre de Fuente de la Oca.
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