Portomarín: la iglesia de San Nicolau o de San Xoan
Bien
sabía de lo que hablaba Álvaro Cunqueiro –cronista por excelencia de la brumosa
Galicia-, cuando, refiriéndose a ésta impresionante iglesia-fortaleza de San
Xoan o de San Nicolau, que por ambos nombres se la conoce, decía aquélla
certera frase de: las piedras labradas
con ejemplar perfección por los maestros canteros del mil doscientos, quienes
sabían, con la imaginación y el corazón, que construían una iglesia (1).
Ahora bien, Portomarín, en la actualidad, no es sino un espejismo en el viejo Camino
Francés hacia Santiago de Compostela; una villa reconvertida, aún más, si
cabe, en mariñeira o en mariñana cuando se llevó a cabo la
creación del embalse de Belesar, bajo cuyas aguas -que despiden lentejuelas de
púrpura y plata al lavarse en ella la cara los primeros rayos del sol- y en un
lecho de limo y eterno olvido, yacen para siempre muchas de las casas del
pueblo original: aquél que conocieran bien los peregrinos de antaño,
férreamente custodiado por los aguerridos monjes-guerreros hospitalarios, de
hábito negro, rojo en ocasiones, y cruz blanca, de las denominadas de ocho
beatitudes, en el pecho. Por eso hablamos de espejismos al referirnos a él, porque
poco o nada es lo que parece, puesto que incluso su monumento
histórico-artístico más destacado, ésta monumental iglesia de San Nicolau o de San Xoán, como es más conocida, tampoco está en su emplazamiento real,
sino que fue trasladada piedra a piedra de su lugar original, en la ribera, junto
a la orilla del río. Y aun así, no obstante, seamos sinceros, quien visita
Portomarín, sube por su calle principal y se detiene a contemplar ésta insigne
maravilla, que en tiempos formó, nada más y nada menos que una de las
encomiendas más importantes de la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén
en la provincia de Lugo, miente o se engaña a sí mismo, si afirma que no le
impresionó. Y es que, contemplando la soberbia estructura de templo-fortaleza
que tiene tan emblemática joya arquitectónica, cuyos orígenes se remontan a los
siglos XII y XIII, es difícil, cuando no imposible, no pensar en los modelos
compostelanos y escuchar, siquiera sea en la imaginación, divino tesoro, el
sonido maravilloso de las prodigiosas campanas de su catedral, reconquistadas a
la morisma siglos más tarde de la terrible razzia
del fatídico Almanzor, que alentaron con su dulce tañido las sublimes creaciones
de Maestros, como Mateo. Porque aquí, en la belleza y en la perfecta factura de
sus tres pórticos vemos, cuando menos, parte de esas sutilezas anímicas e
imaginativas de uno de los más grandes Maestros, al que injustamente en tiempos
modernos se llegó a calificar como de oscuro
arquitecto de la corte del rey Fernando II de León, así como el paso de una
Escuela que, a base de perfección y de equilibrio, fueron situando
estratégicamente diferentes lecciones de simbólica e incluso se podría afirmar también
que de gnóstica sabiduría, para
maravilla y ejemplo de unas gentes, peregrinos principalmente, que acudían al
remoto y añorado Campus Stellae
sabiendo -o mejor dicho, esperando cuando no intuyendo (2)- que en su duro
camino se encontrarían con los mensajes trascendentales de un colegio subliminal, especialmente
preparado, cuya gramática y rima, pura y universal, se basaba, principalmente,
en la fuerza que conlleva el rey supremo de los arquetipos que subyacen en lo
más profundo del alma colectiva de los pueblos desde el alba de los tiempos: el Símbolo.
Alentado, quizás, por esa
música celestial, que desafiando al tiempo, al espacio y a la imaginación,
parecen interpretar los veinticuatro ancianos del Apocalipsis –he aquí, uno de
los símbolos recurrentes y que con mucha se frecuencia se encuentra en el
denominado románico del Camino,
aparte de otro tipo de alusiones musicales más terrenas- en peremne sinfonía
desde las arquivoltas celestes de su portada oeste o principal -recordemos que
como en el caso de las iglesias del entorno de O Cebreiro el peregrino entraba,
simbólicamente, de la muerte al
renacimiento, del ocaso a la luz-, haciéndole el coro a una figura
evangélica –posiblemente, el santo titular-, contenida, como Cristo, en una
mandorla, el peregrino sabe que su próxima etapa queda tan sólo al tiro de
piedra que suponen los 9 kilómetros que lo separan de Paradela y los veintitrés
de Sarriá. Pero no los recorrerá, Dios mediante, sin antes echar un vistazo al
resto de elementos –principalmente, las otras dos portadas-, que han de ser
clave y quién sabe si llave, para abrir no sólo las puertas de su percepción, a
flor de piel después de las etapas recorridas, sino también, y no menos
importante, las de su imaginación. De las dos, posiblemente la más
trascendente, por su rareza, sea la curiosa Anunciación
que destaca en el tímpano de la portada norte. Una Anunciación, en la que las figuras del mensajero Gabriel y de
María, se encuentran separadas por un elemento atípico –tal vez fuera
sustituido con posterioridad, por la jarra florida que se encuentra en casi
todas las representaciones alusivas y es, así mismo, emblema de los monasterios
cistercienses- como es un arbor vitae
de cinco ramas, como los lados del pentágono, figura que, aparte de otros
aspectos simbólicos, se asocia, generalmente, a la figura de Nuestra Señora.
Recordemos, como curioso al menos, el detalle de que éste árbol, en otros lugares
cercanos, como la iglesia de San Salvador de Sarria e incluso la homónima de
Vilar de Donas, está representado con seis ramas o con seis hojas, hasta el
punto de que, precisamente en éste último lugar, y a instancias parroquiales,
por dicho detalle, se denomina el árbol
del demonio. El tímpano de la portada sur, está ocupado por tres figuras,
una de ellas portando una davidiense
arpa, siendo, probablemente la del centro, alusiva a la figura del otro santo
titular: San Nicolás, aunque aquí, probablemente por una cuestión de espacio,
se obvie el elemento dágdico que
siempre le acompaña, que no es otro que el cubo o caldero, en cuyo interior se
representan, generalmente, las figuras de tres niños, símbolo de renacimiento,
regeneración o, en definitiva, inmortalidad.
Es, precisamente, en este lado
sur, donde tanto el peregrino, como el curioso, como el viajero, encontrarán
una gran y variada profusión de marcas de cantería y donde también son, quizás más abundantes las representaciones de monstruos antropófagos, oficialmente devoradores de pecadores, pero que, simbólicamente, están relacionados con las penurias y peligros que conlleva siempre toda búsqueda del Conocimiento. San Xoan de Portomarín:
después de todo, todo un hito en el camino del peregrino.
(1) Álvaro Cunqueiro: 'Por el camino de las peregrinaciones', Alba Editorial, S.L.U., primera edición, Barcelona, febrero de 2004, página 82.
(2) Uno de los casos más conocidos, aunque en algunas fuentes también es cierto que se califica como de imaginario o simbólico, es el que pretendidamente realizó el famoso alquimista francés Nicolás Flamel.
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