Francelos: iglesia de San Xés o San Ginés


'El incienso anhela desaparecer en aroma,
El aroma regresar al incienso.
La melodía busca encadenarse al ritmo,
Mientras el ritmo se recoge en melodía.
La idea busca su cuerpo en la forma,
La forma su libertad en la idea.
El infinito busca el contacto del infinito,
Lo finito su liberación en lo infinito.
¿Qué drama existe entre creación y destrucción...
Este incesante vaivén entre idea y forma?.
La limitación persigue la libertad,
Y la libertad busca descanso en la limitación'.
[Rabindranath Tagore]

Leí este poema de Tagore, algunos meses después de mi visita a Ribadavia. Y créase o no, lo primero que me vino a la mente, fueron éstas débiles brasas que, a juzgar por sus características y su belleza, debieron de constituir todo un poema donde el ritmo se recogía en la idea, la idea se hizo cuerpo en la forma y lo finito se liberó en lo infinito. Pero lo más doloroso, a fin de cuentas, no deja de ser -y continúo con las impresiones tagorianas- ese terrible drama que existe siempre entre creación y destrucción. Resulta difícil, tremendamente difícil, hacerse una idea de cómo pudo ser en sus orígenes ésta concepción conventual, de la que apenas sobreviven algunas piezas de esmerada elaboración e incalculable valor. A tal respecto sabemos, por referencias, que originalmente en el lugar -Francelos, situado a poco menos de un kilómetro de Ribadavia y en la actualidad, convertido en poco menos que una barriada extramuros de ésta histórica ciudad medieval- existió una comunidad religiosa femenina; y sabemos, además, que el cenobio -que a juzgar por las características de las escasas piezas sobrevivientes, habría que emparentar con ese magnífico arte o prerrománico asturiano-, estuvo bajo la advocación de una controvertida figura que levanta hoy en día tanta pasión, como antaño la ortodoxa misoginia eclesial se esforzó por denigrar y desvirtuar: Santa María Magdalena. De hecho, el culto a la Magdalena -como al de la Diosa Madre-, a pesar de ello fue tan popular, que se hizo necesario recurrir a una figura primordial que, no obstante e increíblemente, dada su importancia, había permanecido hasta entonces en un más que discreto segundo plano: la Virgen María. La generalización de su culto, no comenzó a extenderse y popularizarse, sustituyendo progresivamente los lugares de culto de aquél otro personaje, al parecer tan cercano también a Cristo, y sobre todo, los antiguos santuarios de la Gran Diosa Madre, sino a partir de los siglos XI y XII, posiblemente coincidiendo con ese momento tan particular, en el que las instituciones benedictinas iban viéndose relevadas por la integración y auge de otra orden religiosa, reformista, escindida de aquélla e innovadora, cuyas miras, principalmente, significaban una oportuna regresión hacia los principales preceptos del cristianismo primitivo: pobreza, humildad y austeridad. Preceptos que, sin embargo, no fueron obstáculo para que en los numerosos cenobios y monasterios que ocuparon, modificaron o construyeron, dieran una soberbia lección de arquitectura sacra,en la que los criterios inalterables de mesura, equilibrio y proporción, legaran a la posteridad glorias imperecederas y dignas de admiración. 


Quien acuda a Francelos buscando un lugar marcado por cinco o más estrellas -raro que Michelín todavía no haya tomado cartas en el asunto- en las numerosas guías de románico distribuidas tanto en obras impresas como a través de esta magnífica herramienta que es Internet, seguramente se llevará una gran decepción, viendo su sueño de grandeza artística convertido en volutas de humo. Ahora bien, quien acuda a pecho descubierto, dejándose llevar simplemente por su pasión hacia el Arte, y cuando menos por su propia intuición, observará que en los detalles de esas pequeñas celosías sobrevivientes, la mano de un auténtico artista, que manejaba escoplo y cincel con algo más que habilidad y la necesidad de ganarse un necesario jornal: trataba con el amor de una madre ese embrión de piedra del que habría de surgir una criatura sin duda alguna, llena de alma y vitalidad. También, observando esos fragmentos que describen, a juzgar por sus detalles, varios episodios de la vida de Jesús, como una probable huída a Egipto y una entrada triunfal de Cristo en Jerusalén a lomos de un asno -no deja de ser curioso, que tanto reyes como profetas utilizaran en Israel este animal, que en Egipto estaba dedicado a la figura de Seth, y que probablemente fuera recuerdo de la época de cautividad y asimilación de cierta simbología-, necesario, como dato alternativo, puede ser, así mismo, recordar algunos otros débiles fragmentos, de similar factura, época y características, que todavía, y a duras penas, pueden apreciarse en otros lugares diferentes, como en el pueblo de Quintana del Pino, a pie de la carretera que une Burgos con Palencia y Santander, en cuya iglesia dedicada a la figura de San Sebastián, pueden apreciarse similares restos, si bien con temáticas distintas, una de las cuales, por los detalles del lobo devorando a la mula o al caballo, podría ser una referencia también a otro santo de gran renombre y tradición en Galicia: San Froilán. 


Por último, reseñar que no deja de ser significativa, además, la actual advocación de la pequeña ermita: San Xés o San Ginés, relativamente moderna y que, sin embargo, nos evoca, puede que intencionadamente, otro de esos santos peculiares, asociados con antiguas tradiciones, como los jinas hindúes o los djinns islámicos que, después de todo, no desentonan en un lugar, la eterna Galicia, donde todavía existen numerosos lugares donde sobreviven las tradiciones a los viejos mitos de la Antigua Religión. San Xés, no cabe duda, es un lugar que merece la pena, no sólo descubrir, sino redescubrir.

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