Ávila: iglesia-museo de Santo Tomé


Siguiendo el hilo de Ariadna de las interesantes divagaciones de Unamuno, cuando hablaba de Ávila y de esas metáforicas y dulces huertas interiores de una tierra grave y tan llena de hueso y roca, no se me ocurre mejor comienzo, que repasar en parte su interesante románico, visitando, en primer lugar, ese mustio almacén de sueños olvidados en el que se ha convertido, cuando menos uno de sus templos venido a menos: la iglesia de Santo Tomé. Almacén visitable del Museo de Ávila -como reza el cartel situado en la verja de entrada principal, orientada a poniente, de frente a la calle de los Leales y dominando, de hecho, buena parte de la pequeña plaza de Nalvillos-, atravesar esa portada, presumiblemente del siglo XII y ferozmente custodiada por las arpías y los grifos de sus capiteles, invita, no obstante salvando cualquier resquicio de temor, a embarcarse en un pequeño viaje en el tiempo, remontándose imaginariamente tanto siglos hacia atrás como siglos hacia adelante, según indican los numerosos verracos de piedra, el impresionante mosaico romano que cubre buena parte del suelo de la nave –que recuerda, en muchos de sus motivos a los que todavía causan admiración por su perfección y belleza en la denominada casa de Materno, de Carranque y quizá nos indique también, que esta iglesia fue levantada sobre una antigua estructura, tal vez un templo romano anterior - y una curiosa colección de motivos escatológicos de diferente época y condición, entre los que no falta un carro tradicional, en cuyo frontal, artísticamente elaborados, se aprecian dos interesantes representaciones de un símbolo primordial: el Sello de Salomón. De esa cultura íbera, cuyo gusto por el toro nos recuerda las leyendas platónicas sobre los sacrificios atlantes y la ritualística cretense y minoica tal vez exportada a la Península hace miles de años –todavía presentes en no pocos festividades populares, a pesar de los cada vez más duros enfrentamientos entre los defensores de la Fiesta y los defensores de los animales-, nos alienta la visión de esa pequeña legión de toros y verracos –donde sorprende observar un perfecto símbolo del infinito perfectamente grabado en los cuartos traseros de uno de ellos, que nos induce a proponer interesantes especulaciones acerca del grado de conocimiento real de los pueblos que nos precedieron y a los que llamamos incultamente primitivos-, que acumulan polvo junto a una notable colección de lápidas romanas e igualmente íberas, precedentes igualmente milenarios de una escatología que todavía se continúa utilizando en la actualidad en unas necrópolis que, no me cabe duda, formarán parte de los yacimientos arqueológicos del mañana, legando a las generaciones futuras un espantoso legado etnológico y cultural de un mito universal, sin principio ni final, como es la muerte y la ritualística que siempre la acompaña.

Más relacionado con el tema que nos ocupa, sobreviven, en los capiteles interiores de la cabecera del tempo, unos motivos románicos originales que, por su naturaleza foliácea y en cierta manera austera, contrastan en gran medida con la explosión de personajes y referencias que caracterizan a esa pequeña colección de metopas y canecillos, acumulada junto a otros elementos de diversa índole y estilo artístico, en el espacio que originalmente ocupaba el altar, y cuya visión nos abre la perspectiva de pensar en la misma técnica y el mismo género escultórico que caracteriza a los canteros que participaron en la construcción de la imponente iglesia basilical de San Vicente, situada en las proximidades, frente a la puerta de la muralla medieval que lleva su nombre. Interesante, así mismo, resulta la portada sur, en cuyos capiteles y a pesar de la acción corrosiva del tiempo, todavía se aprecian algunos elementos mitológicos, como la sirena de dos colas, las arpías o los grifos, presentes también, como se ha dicho, en los capiteles de la portada principal.

Cabe destacar, por último, los detalles esculpidos en una de las arquivoltas centrales –personajes, animales e incluso un dragón-, muy similares y comparativamente hablando, a parte de los elementos contenidos en esa aparente alusión al poema de Luciano, la Psicomaquia, de la portada de Santiago, en la iglesia de San Salvador de Cifuentes, en la provincia de Guadalajara; o aquéllas historias mudas, en cuya estatuaria algunas fuentes ven algún tipo de alusión estelar, de las portadas de Eunate y Olcoz,  lo que podría indicar no sólo a unas referencias simbólicas comunes utilizadas por los canteros, sino también parte de una probable simbología afín al Camino de las Estrellas: el Camino de Santiago.


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