El románico mudéjar de Arévalo
Abandonamos
provisionalmente la capital avulense, ese corazón de misterio y piedra
berroqueña dorada con infinita paciencia por siglos de sol, como diría Unamuno,
pero a la que no obstante habremos de tornar en breve para continuar
solazándonos con sus numerosas joyas culturales, para visitar, no muy lejos de
allí, otra histórica urbe monumental, acaparadora, cuando no capitalizadora, de
un esplendoroso patrimonio que, aunando la técnica cristiana con el arte
islámico -prefiero expresarlo así, y no como se afirma generalmente, de arquitectura islámica cristianizada-, ofrece, cuando menos, un grato soplo de aire fresco en
contraposición, quizás, a la, en ocasiones, cansina saturación de la ornamentación
inherente a la piedra: Arévalo y su románico mudéjar. Un románico que, lejos de
resultar soso o aburrido, ofrece, en contrapartida, una elegancia soberana,
basada, a priori, en su aparente sencillez. Una sencillez, desde luego,
engañosa, en cuya austeridad los alarifes, hablando con arco y tiralínea, conservaron,
en estado puro, los grandes principios de la geometría sagrada. Aun en muchos
casos horriblemente modificadas, se podría decir que el grueso de los templos
de Arévalo, conserva buena parte de esa fuerza medieval que aunaba la misoginia
cristiana, con el exótico refinamiento musulmán; luz y sombra; Oriente y Occidente. Y lo que resulta todavía más
atractivo: son, además, arcas depositarias de un tesoro artístico insospechado y desde
luego, inconmensurable, que merece la pena descubrir. Sobre todo ahora, que,
mediante una encomiable política aperturista, sus principales templos se abren
al público. Bienvenidos, pues, al románico mudéjar de Arévalo.
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