Claustro románico de Silos: Patrimonio Cultural de la Humanidad


El viajero sólo está de paso, pero ya es excusa suficiente como para no ignorar la oportunidad de volver a poner los pies en uno de los lugares más carismáticos del rico Patrimonio Cultural español y, por defecto, merecida extensión mundial: el claustro románico del monasterio de Santo Domingo de Silos.


Piensa, mientras recorre sudoroso las estrechas callejuelas de un pueblo que parece eternamente anclado en los mundos insondables del pasado, que, a diferencia del viento abrasador que se cierne, inclemente, sobre este arcaico y primogénito rincón de Castilla, sus pasos le conducirán, en breve, hasta ese misterioso lugar, cuna de una magistral cantería que hizo escuela, donde, metafóricamente hablando y a diferencia de las vicisitudes del mundo moderno, las arenas del tiempo tan sólo obedecen a los vientos del Espíritu.


Nada importa, por tanto, unirse a la fila de turistas, que, más o menos avisados del paseo histórico-artístico que están a punto de emprender, esperan, pacientemente, copando ese reducido espacio, donde antaño y también hogaño, los monjes silenses mantenían y mantienen las labores de su vieja hospedería.


Camisas floreadas y atuendos desenfadados, sustituyen, pues, a los toscos sayales de los viajeros y de los peregrinos medievales, que un día, siguiendo las incognoscibles exigencias de los laberintos de la vida, encaminaron sus pasos hasta este lugar de reposo, oración y aun yendo más allá, de sublime admiración.


De hecho, en otros tiempos no tan lejanos, como pudiera pensarse y basado en los principios del decoro, la mayoría de ellos no hubiera podido traspasar un umbral, que, sin metáforas ni comparaciones de por medio, es, por mérito propio, una máquina del tiempo más sutil, sofisticada y real que la que inventaron, entre otros escritores, hoy día apenas recordados por las nuevas generaciones, H.G. Wells.


Un Aleph, como dirían Borges y Coelho, donde el Ayer es el Aún y, paradójicamente, también el Todavía, que lleva, en su corazón de piedra, la costra de incontables siglos, las heridas de distintos tiempos y el hermetismo de la magistralidad de antaño, donde Arte, Arquitectura y Simbolismo se funden en un estrecho abrazo, que, ciertamente, como bien sabe el viajero, no deja a nadie indiferente.


Dicen -ignora el viajero si las malas o las buenas lenguas- que este monasterio se remonta la época visigoda, si bien, de dicho no queda nada -ni siquiera los cuatro pedruscos, que, todavía y no es poco, teniendo la historia maledicente contra el Patrimonio de este país, se pueden apreciar todavía en la cercana Quintanilla de las Viñas- y lo que sus ojos, así como los ojos del resto de curiosos ven, se remontan al siglo XI por un lado, en cuanto a la arquitectura y su labra, por un lado y al siglo XVI, cuando ya el estilo gótico comenzaba a verse eclipsado, su maravilloso artesonado mudéjar, que, por desgracia, en la actualidad ha perdido parte de esa grandeza, burlona y heterodoxa -como el famoso lobo vestido de sacerdote y oficiando misa- que una vez lo caracterizó.


No obstante, también sabe el viajero, que, en este restañar de heridas y carencias, todavía queda una buena parte, que, sometida al ojo avizor de los detalles, es capaz de despertar las más grandes suspicacias: el familiar estilo oriental y más concretamente, egipcio, con el que los primeros talleres que laboraron en este claustro dotaron, por ejemplo, a esas criaturas de los insondables abismos mitológicos, que son las arpías, esos mismos seres, que, curiosamente, como los cuélebres, serpentones o dragones custodios de tesoros, también custodiaron, en los tiempos de Jasón y los Argonautas, el famoso Vellocino de Oro, situado, según se supone, en algún lugar del Cáucaso llamado Cólquida.


El monumental cetro que recoge con mano firme el propio Santo Domingo, en su cenotafio, no sólo un objeto de autoridad, sino, además, uno de los objetos indispensables, utilizados por los maestros canteros de la época, como la plomada, el compás y el analema y que, en este caso, termina en una notable y esotérica cabeza de dragón, quizás, recordando, también, la habilidad de los magos egipcios y aprendida por el propio Moisés, capaz de jugar con las ilusiones, transformado la vara en serpiente.


Sin olvidar, por supuesto, los significativos relieves, que, en los ángulos, desarrollan escenas de la vida de Cristo, donde cabe destacar la aparición a los discípulos y en particular, al incrédulo, objetivo y racional Tomás, acción que supuso, además, la utilización de frases tan contundentes como ‘ver para creer’ o ‘meter el dedo en la llaga’.


Tanto uno como otro, en cuanto a este lugar se refiere, son completamente válidos, piensa el viajero, como lo es, también, pensar en cómo sería este mismo lugar en aquellos tiempos, cercanos al fatídico y temido año Mil y las continuas razzias de Almanzor, cuando apenas Castilla comenzaba a colear de la mano de los primeros condes y jueces, como Fernán González, cuya torre-fortaleza todavía continúa en pie, al cabo de un milenio, en la vecina localidad de Covarrubias.


En definitiva: un viaje en el tiempo, muy recomendable para todo aquel que sienta no sólo la llamada de la Historia, del Arte o de la Arquitectura, sino también, la llamada de ese Laberinto inmemorial, que son, después de todo, la vida y sus infinitos caminos.


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