Paseos por el románico palentino: San Salvador de Cantamuda
Atrás van quedando los inconmensurables Picos de Europa,
villas y pueblos encantadores, como Potes y esa enigmática y a la vez,
sugestiva iglesia románica de Santa María de Piasca, cuyos innumerables
detalles invitan siempre al estudio o, cuando menos, a ejercer el derecho que
conlleva siempre esa insurgente aliada del libre albedrío, que es, no me cabe
la menor duda, la especulación.
El viaje continúa y el viajero sabe, cuando deja atrás el pueblecito de Piasca y vuelve a la carretera general, tomando la dirección de Cervera de Pisuerga, y por lo tanto, descendiendo hacia las áridas soledades de la Meseta castellana, que, una vez dejada atrás la peligrosa aventura del descenso por la denominada Montaña Palentina, de alguna manera, intuitiva, está recorriendo, también, caminos no sólo henchidos de belleza y sobrecogedor misterio, sino, además, cargados de Historia y de historias.
Posiblemente, motivado por ello y con el sugestivo fin de dejarse envolver, lo más realistamente posible, por el magnetismo de ese peculiar entorno -en la imaginación del viajero, desaparecen él mismo y el vehículo moderno que está conduciendo y en su lugar, aparecen rústicos y pesados carros montañeses que avanzan, rechinando sus goznes, al compás del lento avance de las parejas de fornidos bueyes que tiran infatigablemente de ellos, guiados por sombríos personajes que se dirigen hacia las canteras de Campoo- éste decide emprender el viaje temprano, convencido de que a quien madruga Dios le ayuda y deseando, a ser posible, atrapar ese fugaz momento, en el que la maldición mira para otro lado y permite que el Sol y la Aurora vuelvan a verse las caras, como ocurría con los protagonistas de la película ‘Lady Halcón’, cuya banda sonora original, compuesta y magistralmente interpretada por el grupo de Rock sinfónico, The Alan Parsons Project’s, suena -casual o causalmente- en esos precisos momentos, con idéntico misterio -compara el viajero- a aquella otra, de Mozart, titulada ‘La flauta mágica’, que, según los expertos, llega a sugestionar los sentidos por su fuerte carga esotérica.
De alguna manera, pues, el viajero se siente acompañado por esos mismos canteros medievales, a los que pareciera estar buscando, desesperadamente, y siempre guiado por los laberínticos caminos de su imaginación, piensa que viaja con ellos y que con ellos deja atrás profundos bosques, valles que se deslizan sobre las laderas de unos montes, generalmente envueltos en jirones, que le recuerdan -dejándose llevar por las sutilezas de la poesía- desgarros en el níveo vestido de la Luna cuando desciende entre los espinos para lavarse la cara en los alegres riachuelos, donde, aunque parezca mentira, todavía reinan la trucha y el salmón.
A medio camino de Cervera, cuando ya lo más áspero del descenso parece haber llegado a su fin, el viajero se detiene, desilusionado, en el Mirador de Piedrasluengas, lugar de parada imprescindible, si se quiere tener una formidable panorámica en conjunto de la Montaña Palentina, mientras que en el pueblo, situado a apenas unos metros de éste, incluso los perros parecen felizmente abandonados al sueño de los justos y el viajero pasa de largo, procurando no importunar y admirando ese notable contraste amarillo del jaramargo que crece por estos lares y que le recuerdan -imposible no dejarse llevar por los mil y un pensamientos que asaltan su mente durante cada viaje- esa enfermedad, la xantopsia, padecida por aquel genial pintor que afirmaba que ‘la tristeza durará siempre’: Vincent Van Gogh.
También el viajero, como Van Gogh, siente esa eterna tristeza cuando piensa en la pérdida irreparable de un monumental patrimonio, histórico, artístico y cultural que, curiosamente, excepto para los propios españoles, ha sido siempre motivo de envidia mundial. Y en esos pensamientos andaba, cuando, entrando en Cantamuda y dejando atrás el puente que salva las melancólicas aguas del río Pisuerga, vuelve a reencontrarse, por tercera o cuarta vez, con uno de sus grandes amores románicos: la iglesia de lo que en su día fuera el singular monasterio de San Salvador, levantado hacia el año 1123.
Con su peculiar espadaña, dotada de cuatro pequeños campaniles, cuyo sonido, en las misas dominicales, todavía consigue ahuyentar a los singulares seres de la mitología celta que todavía pueblan estas tierras y lo más profundo de las vecinas montañas, el conjunto de su planta -se estremece con su visión el viajero- es todo un poema a la armonía: precisamente, una de esas cualidades, junto con la mesura, la proporción y el equilibrio, conceptos con los que Bernardo de Claraval -San Bernardo- definía a Dios, la iglesia de San Salvador, aún siendo, podría decirse, que entrañablemente rústica, también, es uno de los platos más consistentes -si se permite la expresión- del espectacular arte románico que caracteriza a Palencia.
Si la austeridad, entendida, cuando menos, desde la parte escultórica, caracteriza el exterior, el interior de la iglesia, sin embargo, vuelve a sorprender al viajero, pues no sólo se aprecian singulares tallas en el altar, por otra parte, sostenida por bellas y diminutas columnas románicas hábilmente figuradas, sin no, también, porque la presencia, en algunos de los capiteles de la nave, de los denominados como ‘hombres-verdes’, le confirma su primera intuición, cuando la visión de los campaniles le trajo a la memoria esa función, podría decirse que de ‘exorcista’, frente a los arraigados mitos de creencias anteriores.
Pero el detalle, que, posiblemente, llame más la atención del viajero, no sea otro que el reencuentro con esa figurada pareja de bueyes que le fue acompañando en su imaginación, pensando en la época y en las extremas condiciones que tenían que salvar, tanto los canteros medievales que anduvieron por aquí, como aquellas otras gentes, que, descendiendo de esas maravillosas montañas, decidieron probar suerte en estas tierras que comenzaban a ser liberadas de la dominación musulmana y, por consiguiente repoblada.
Y, además, la presencia de los bueyes en ese capitel toral del interior de la iglesia, situados a ambos lados de una rueda o disco solar, hace que el viajero recuerde lecturas apasionantes, como las de Roso de Luna y sus teosóficas -cuando no, determinativamente esotéricas- divagaciones sobre la Santa Bovia y su presencia en las ‘tenebrosas’ montañas de Asturias.
Sin olvidar, por supuesto, la hermosa talla, policromada y esplendorosa, que representa al titular la de la iglesia: aquel que conformaba antiguamente otras rutas de peregrinación y del que todavía se recuerda, en todos los rincones del Principado, una antigua advertencia, no carente de lógica y sentido, pues, como bien dice, ‘quien va a Santiago y no al Salvador -refiriéndose a la catedral de Oviedo- visita al Siervo y olvida al Señor.
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