El claustro románico de Santa María la Real
Es a mediados de julio, cuando el calor todavía resulta
sofocante cuando el viajero, dejando atrás las misteriosas singularidades de la
Montaña Palentina, se adentra en las soledades infinitas de la Meseta castellana
y afronta, aliviado por el aire acondicionado del vehículo, los ardores de un
sol de justicia, cuyos rayos, metafóricamente hablando, se abaten
inclementemente sobre esos mismos Campos Góticos que acongojan al peregrino,
arredran al arriero y aturden al viajero, induciéndole a dar cabezadas contra
el cristal del autobús de línea que le lleva, quién sabe, a destinos más
templados.
Aguilar de Campoo, la capitalidad de una tierra, cuyos sentimientos, supone el viajero, aunque tal vez se equivoque, miran más hacia la prodigalidad natural del Norte que a las terribles calimas y secanos de la Meseta -recordemos, que apenas son una treintena de kilómetros los que la separan de Reinosa y la frontera con una Cantabria con la que comparte no poco protagonismo- apenas comienza a despertar de la resaca festiva de la noche anterior, cuando el viajero, atravesando la ciudad, llega a las inmediaciones de esa joya, venida a menos para el Arte, pero yendo, no obstante, a más para la Cultura, que es el viejo monasterio de Santa María la Real.
El viaje, desde Santillana del Mar -ciudad por la que siente una especial predilección y de la que ha hecho, durante los últimos estíos, su base de operaciones- se le ha hecho inusualmente corto y aunque ya la hora roza el mediodía, observa, no sin satisfacción, cuando pone los pies en el suelo sagrado del antiguo cenobio, que, aparte del control y la taquilla -quien inventó los portazgos, puso también en la Rueda de la Reencarnación al espíritu de la usura- que va a tener la oportunidad -que los milagros también existen- de disfrutar a solas y con holgura de esta joya arquitectónica, nacida algo más de un siglo después de que Almanzor perdiera su suerte o ‘atambor’ -como bien dice la coplilla que todavía cantan por la soriana Caracena- y de que el temeroso hombre medieval respirara, aliviado, viendo pasar de largo las siniestras profecías que anunciaban el Apocalipsis para el año mil.
Inevitable, por otra parte, resulta no dejarse llevar por la fantasía de la leyenda y recuerda, mientras sus pasos provocan ecos que semejan quejidos al pisar estas manufacturas piedras, que todavía calzan la etiqueta de la Historia, aquella, en particular, consignada en un oscuro documento medieval, que refiere que un caballero de nombre Alpidio, entregado por completo a la aventura de la caza -el opio de los caballeros de la época- dio, en este lugar, con una cueva que contenía reliquias -cosa que no habría de extrañarnos, teniendo en cuenta, que, tras el hundimiento del mundo visigodo, numerosos objetos considerados como santos fueron conveniente puestos a salvo en todo tipo de escondrijos, para resguardarlos del avance musulmán- y al comunicárselo a su hermano, de nombre Obila y abad, además, de un monasterio cercano, se decidió fundar un nuevo cenobio, que no es otro, lógicamente, que este mismo por el que el viajero deambula con la misma cautela y respeto a como lo haría por un cementerio.
A dejado atrás la mediática idiosincrasia de la iglesia -dedicada, en la actualidad, a fomentar la cultura y el interés por el arte románico, bajo los esfuerzos de la Asociación de Amigos de la Fundación Santa María la Real, presidida por el arquitecto y dibujante, José María Pérez, más conocido como Peridis- y contemplado con un profundo interés la exposición de pintura románica de una inolvidable amiga y artista en alza, Laura Alberich, la muy apreciada ‘Baruk’ -a la que, por cierto, más tarde se enteró de que no coincidieron por cuestión de horas- y ahora, el claustro se le aparece como un universo a descubrir, tan real -comparativa y exageradamente hablando, también es cierto- como las grandes praderas debieron de parecerles a la imperativa y romántica visión de los pioneros americanos cuando comenzaron a descubrir las maravillas del Lejano Oeste.
Piensa en los grandes bosques de antaño -de los que los historiadores antiguos, como Estrabón, afirmaban, sin recato, que eran tan tupidos que una ardilla podía recorrer la Península Ibérica de norte a sur, tan sólo saltando de rama en rama- y por un momento -puede que eterno, si nos dejamos influenciar por la misteriosa literatura de Borges- el viajero cree vislumbrarlos allí mismo, fosilizados, reconvertidos en lugar de silencio y oración, donde los monjes, premostratenses o cistercienses -al fin y al cabo, tanto monta, monta tanto- cambiaban las oscuras ceremonias de los antiguos druidas, por la oración y el silencio, caminando cabizbajos por debajo de unas arquerías y de unos techos abovedados, que, en no pocos aspectos, recuerdan la belleza intrínseca a lo natural.
Observa, allá, en las oscuras dependencias de la otrora armónica Sala Capitular, numerosas sepulturas, cuyos huéspedes, caballeros y prelados, principalmente, le sugieren le sugieren episodios de una historia, no siempre reconocida por las resabiadas etiquetas oficiales y posiblemente, desconocida, también, para las generaciones de alumnos que han cursado y continúan cursando, en dependencias aledañas, sus estudios de Bachillerato y lamenta no disponer de las facultades de una bruja de Endor o de un isabelino doctor John Dee, para interrogar a esas descarnadas almas y poder consignar algo novedoso en su cuaderno de viaje.
Pero pronto desecha tales macabras elucubraciones, pensando, en realidad, que todo lo relevante o al menos, lo que el tiempo, los hombres y en este caso, como en muchos otros, un demonio llamado Mendizábal dejaron, antes de proceder al acoso y derribo, lo tiene frente a él, bien a la vista, como siempre se ha dicho que es la mejor manera de ocultar un secreto.
Observa con atención esos capiteles, menos historiados, quizás, que los de Santo Domingo de Silos -por poner un ejemplo, aunque no falten arpías, cuyas capuchas recuerdan a sus parientes burgalesas, que todavía miran con acritud y sorna al visitante incapaz de resistirse a la fascinación vampírica que le provocan- y observa, para su estupor, la enorme, inconmensurable figura de un ser enigmático, un espíritu elemental y por defecto, afín a los antiguos cultos naturales practicados antes de la llegada de los evangelizadores cristianos, más conocido como ‘Hombre Verde’, incapaz de no llamar la atención, incluso rodeado de las típicas referencias foliáceas -siempre se ha sabido, el gran conocimiento de la botánica y la destreza con la que los monjes producían ungüentos y licores, que siguen despertando pasiones, incluso en la actualidad- y se pregunta, intrigado, si quizás la presencia de tan particular personaje no tuviera otro fin que el advertir al indeciso del peligro de dejarse tentar por los viejos cultos, pues su sonrisa -no puede evitar pensar el viajero- irónica, así puede llegar a sugerirlo.
Observa el viajero, además, otros símbolos, no menos antiguos y complejos, que decoran las claves de las bóvedas, tan comunes a este tipo de lugares, siendo, los típicos nudos gordianos -cuenta, una leyenda, que en cierta ocasión se desafió a Alejandro Magno a que deshiciera uno e incapaz de hacerlo, optó por cortarlo por lo sano, con un tajo de su espada, siendo, por lo tanto, al igual que la piña, referencia de unión- y los no menos Sellos de Salomón: Macrocosmos y Microcosmos, arriba y abajo, masculino y femenino…
Finaliza el viajero su visita, profundamente satisfecho de la experiencia y sintiendo, durante el tiempo que tarda en volverle a la realidad, el tráfico de una ciudad que apenas comienza a despertar a su inevitable cotidianidad, ese mismo empacho artístico que experimentó un conocido literato alemán durante su visita a Florencia y cuyo síndrome lleva, precisamente, su nombre: Stendhal.
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