Luz y Oscuridad para un Apocalipsis: el Beato de Liébana
'Ego sum alpha et omega, principium et finis, dicit Dominus...'
(Yo soy alfa y omega, primero y último, principio y fin)
[Apocalipsis, 21:6 y 22:13]
No ha de extrañarnos, en modo alguno, que siendo el más críptico de los evangelistas, el Apocalipsis de San Juan constituya una de las visiones más surrealistas de cuantas nos ha legado una Edad Media condicionada por un mundo en el que el símbolo conllevaba una forma de educación y de enseñanza conceptuales, acorde con unos tiempos marcados por el choque entre civilizaciones, donde el factor fundamental, cuando no el detonante, lo constituía la Religión.
La historia de esta joya medieval, universalmente conocida y apreciada, está ligada a la propia historia de un enclave que ha llegado hasta nuestros días más o menos intacto y convertido en un importante centro de peregrinación y jubileo, y que en sus inicios -oscuros e intranscendentes, perdido en un rincón de la inmensidad de los Picos de Europa-, se conocía como San Martín de Turieno. Estamos haciendo referencia, pues, a aquellos nebulosos años del siglo VII, posteriores a la invasión musulmana de la Península y la desintegración del reino visigodo.
Fue a continuación de dicha desintegración, cuando surgieron peculiares personajes, de cuya vida nacieron mitos, leyendas y cultos, muchos de los cuales han pervivido hasta nuestros días. Extrañas historias, que se localizan en numerosos lugares, y hacen referencia a nobles de origen godo que un buen día deciden repartir sus bienes entre los pobres y convertirse en eremitas, retirándose a cuevas que conservarían su carácter sagrado a lo largo de los siglos y serían foco de devoción y romería. Ahí tenemos, por ejemplo, al propio Santo Toribio, y otros casos dignos de mención, como son San Saturio en Soria y San Frutos, en Segovia, cuyas festividades continúan celebrándose, puntualmente, los días 2 y 25 de octubre, respectivamente.
Nobles que, investidos de la gracia divina, fueron los ejecutores de incomprensibles milagros y los artífices de conservar aún viva la llama de una fe que parecía estar siendo borrada de la faz hispánica por el paso incontenible de los ejércitos invasores, que combatían bajo el estandarte de la media luna, al grito de Alá es Grande. Tiempos de herejías, de catástrofes y de oscuridad, que necesitaban urgentemente revulsivos -o milagros, llámese como se quiera- para no fenecer. Tiempos de incertidumbre, en los que los cimientos de la Iglesia se tambaleaban, a pesar del acontecimiento trascendental que supuso, trescientos años antes, el descubrimiento de la tumba del Apóstol Santiago, dando lugar a una sobreperegrinación que en sus orígenes, célticos para más señas, se extendía hasta Finisterre, la Finis Terrae o el Final del Mundo conocido. Ese mundo conocido, pues, desmoronándose; preludiando el anunciado Apocalipsis; el Juicio Final que parecía abatirse como una plaga sobre los reinos cristianos de Occidente...
En realidad, ¿quién fue Beato de Liébana?. ¿A qué personaje veneramos cada 19 de febrero?. No es mucho lo que se sabe de él, a excepción de que fue un monje en el Monasterio de San Martín de Turieno; que algunos historiadores suponen que procedía de alguno de los principales centros de cultura visigóticos, como Toledo, Córdoba, Mérida o Sevilla, de donde se trajo su biblioteca; que combatió contra la herejía de Arrio; que escribió varias obras, aunque la más conocida sea su Commentarium in Apocalypsin, y que, al final de sus días, se retiró al Monasterio de Valcavado, en Palencia, donde sería nombrado abad, hecho éste no compartido por todos los historiadores.
El Commentarium in Apocalypsin o Comentario al Apocalipsis de San Juan, es la obra más conocida atribuida a Beato de Liébana y también, curiosamente, la que, en opinión de algunos historiadores, contendría cierta erudición, aunque sin excesiva originalidad, realizada en base a compilaciones. Si por falta de originalidad entendemos la copia, más o menos literal, del Apocalipsis de San Juan, sí deberemos detenernos, aunque sea de manera breve, en la visión artística y personal con la que Beato ilustró un tema tan subjetivo, visionario y de difícil comprensión, como es el aportado por el Evangelista.
Siguiendo el razonamiento subyacente a esta visión artística, podemos comentar, en un principio, la riqueza simbólica que subyace en unas láminas cuyo colorido llama poderosamente la atención. Son los matices de esa pintura románica tan característica, que a cada color -quizás siguiendo unos patrones similares a los de los iconos bizantinos- dotaba a las escenas de unos significados concretos y predeterminados, que ya contenían un mensaje subliminal en sí mismos.
Comentarios
Desde siempre me han apasionado las imagenes de los beatos, para mi son el máximo exponente del lenguaje simbólico en imágenes, sus trazos y colores comunican directamente al alma.
Ya verás cuando saque todo mi repertorio!, hace tiempo que pensaba abrir una etiqueta nueva en saludyromanico sobre imagenes de beatos, pero entre una cosa y la otra la casa sin barrer, pero ahora que te veo a ti, igual me animo... a ver si convenzo a Syr...
Abrazos varios
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