San Martiño de Mondoñedo: la joya de Britonia


‘Bretaña duerme en la noche, pero a la cabecera de su lecho hay siempre un ruiseñor’ (1)

La introducción, forma parte de ese conjunto de experiencias, emociones y sensaciones que se fueron abriendo camino en la mente y el corazón de ese extraordinario escritor y cronista mindoniense que fue Álvaro Cunqueiro, mientras sus pies -posiblemente calzados con un tipo similar a las botas que ayudan a soportar el dolor, el cansancio y la determinación de los peregrinos de hoy en día- recorrían, con esa comunión especial que sólo percibe aquél que es capaz de caminar olvidándose por completo del demonio de la prisa, parte de esa materia de Bretaña que, si hemos de aceptar la teoría de don Francisco Reigosa, aportó los antecedentes que hicieron que allá por el siglo V d. de Cristo, a esta hermosa zona de la comunidad lucense se la conociera con el nombre de Britonia; tal vez unos antecedentes y un nombre, que haciendo referencia a ese metafórico ruiseñor -que como las antiguas linternas de los muertos que se colocaban en algunas iglesias para guiar a los peregrinos-, ilumine episodios adormecidos en la cabecera de una inquieta doncella llamada Historia. Estimaba, pues, el señor Reigosa, unos probables orígenes mindonienses, en aquéllos desafortunados bretones, que expulsados de la verde y a la vez pérfida Albión por los anglo-sajones, se vieron forzados a emigrar, encontrando refugio en las costas francesas y españolas. Compártase o no esta teoría, lo cierto es que cuando nos topamos de cara con un templo tan antiguo y a la vez tan imponente, como éste, dedicado a la popular figura de San Martiño, no hemos por menos que reconocer que nos tiembla el pulso frente a la certeza de sabernos ante un conjunto monumental en el que, aun de manera intuitiva, se nos golpea con la fluidez de la leyenda y la tradición; con la pataleta que conlleva el paso parco y cauteloso de una historia, que lejos está de haber dicho la última palabra; con una estilística que nació más allá de los Pirineos, en Lombardía, amoldándose, sin embargo, a una circunstancia muy particular, llamada Camino de Santiago y también con unos detalles incisivos y autosuficientes con capacidad para levantar ampollas en la frágil piel de las ideas preconcebidas. Posiblemente, sean estos últimos los que tengan mayor peso, después de todo, a la hora de valorar el simbolismo que subyace, soberanamente, en el marco interior de un lugar cuya construcción se supone iniciada en el año 977 por todo un magnífico personaje, San Rosendo, cuyos restos mortales reposan en Celanova y ante su sepulcro se cuentan, suponen o presuponen –como con el de San Juan de Ortega o Santo Domingo de la Calzada, que tanto tuvieron que ver, también, con el Camino y su mediática idiosincrasia-, tantos o más milagros de los que se le atribuyeron en vida, incluidos aquéllos episodios en los que por su intercesión, se rechazaron algunas de las temibles incursiones de normandos y vikingos que, como ya se puso de manifiesto en la entrada anterior, asolaban continuamente el litoral gallego. En ese sentido, cabe poner de manifiesto, esas arcaicas referencias de lo que, al menos comparativamente hablando, bien podríamos considerar como un cristianismo primitivo donde todavía tenían cabida elementos con indudables alusiones totémicas –por ejemplo, la utilización en rituales de máscaras animaloides-, que también se pueden constatar en otros edificios de similar época, uno de cuyos ejemplos lo tendríamos en la iglesia de la Colegiata de SanPedro de Teverga, en la vecina provincia de Asturias. A ello, podríamos añadir, todavía, otra parte afín, que resume, por la inocente desnudez de sus personajes, así como por los objetos que portan en algunos casos –entre ellos, el cuerno- alusiones a los viejos cultos, considerados como paganos y el lento proceso de evangelización de unos pueblos bastante más que reacios a su conversión, entremezclados con otras temáticas neo-testamentarias, aunque no por ello exentas de salvajismo, como puede ser la decapitación de San Juan Bautista. Por otra parte, también en esta iglesia de San Martiño, las artes plásticas, escenificadas a través de diferentes épocas, muestran una interesante evolución cultural, y a la vez cultual, que nos permiten observar, dentro del desigual grado de conservación, la incorporación de ritos y personajes que giran, como incorporados a lomos de un imaginario ouroboros, alrededor de la aparente y expresiva inocencia de la pintura románica, a la incorporación de dobles significados y la utilización de símbolos, como forma de transmisión de mensajes fuera del ámbito popular. Uno de ellos, bien pudiera la figura de Santa Bárbara, que por dimensiones no sólo el artista le está dando una relevancia especial, sino que a la vez, sustituye al personaje principal en este tipo de representaciones –como se puede comprobar todavía, incluso en algunas catedrales como la de Zamora o la de Sigüenza- que no es otro que esa versión cristianizada del Hércules pagano: San Cristóbal, el Christophoros o Portador de Cristo. Pero a la vez, la figura de Santa Bárbara encubre, para algunos investigadores, un enigma más: una alusión a una figura cuyo culto estuvo muy extendido durante la Alta Edad Media, pero que fue siendo sustituido, progresivamente y a partir del siglo XI, por la figura de la Virgen. Un personaje que, salvo muy raras representaciones –el buscador o el curioso que así lo desee, puede encontrar una de ellas en un cuadro que se localiza en el museo de la iglesia de Santa María de Pastrana, junto a la magnífica colección de tapices-, suele ser representado con un frasco de ungüento en lugar de la torre que realmente la caracterizaba. El personaje en cuestión, no es otro que la propia María Magdalena.




No se trata de exponer aquí, uno por uno, los numerosos detalles que pueden inducir al espectador a navegar por el siempre interesante mundo de la especulación; pero sí de resaltar, después de todo, una gran verdad: San Martiño de Mondoñedo, dígase lo que se quiera, resulta un fascinante mundo por descubrir.

(1) Álvaro Cunqueiro: 'Los otros caminos', (selección de Antonio Molina), Tusquets Editores, S.A., 1ª edición, Barcelona, julio de 2004.

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