El románico perdido de Palencia: la portada del cementerio de Vega de Bur
Queda atrás el apacible pueblecito de Cantamuda y su gloria
románica, como es la iglesia de San Salvador y a los pocos kilómetros, como si
de una de las terribles cuartetas apocalípticas de Michel de Notredame, más
conocido, quizás, como Nostradamus, se tratara, el viajero se sorprende,
dolorosamente, cuando se encuentra, completamente seco, un embalse, el de
Requejada, que, apenas dos meses antes, a finales de junio, cuando,
descendiendo de Potes, realizó esta misma ruta, rebosaba agua y vitalidad.
De hecho, en esta ocasión, a primeros de octubre, son las vacas quienes han vuelto por sus fueros, a deambular por su limo seco, en el que, quizás, con el tiempo, el pasto vuelva a recuperar la fuerza de antaño, haciendo bueno el refrán de que nadie mejor que la propia Naturaleza para lamerse y recuperarse de las heridas que continuamente se le infligen.
Con desazón y haciéndose mil y una cábalas, el viajero continúa su ruta, sabedor, de que ahora, apenas comenzando a rodar por la comarca de Ojeda, son numerosos los lugares, que, tanto a un lado como al otro de esa carretera general que sigue fielmente hasta Cervera de Pisuerga, donde alcanzará esa Autovía de Cantabria que le devolverá al corazón de la Meseta, que no es otra cosa, que la Vieja, viejísima Castilla, encontrará una parte muy importante de ese inconmensurable patrimonio histórico, artístico y cultural, que hace, del caso de Palencia, uno de los lugares más pródigos con ese estilo arquitectónico, el Románico, que tanto le apasiona.
Pero sabe, también, que no todo son edificios espectaculares, llenos de belleza y de reseñas arquetípicas que hacen las delicias de cualquier fantasía especulativa, sino que, por desgracia, muchas son las alteraciones, los restos desperdigados y los recuerdos, más o menos deshilachados, que suponen un duro e irreparable golpe a esa riqueza, que, por circunstancias de la vida, parece haber sido definitivamente engullida por los metafóricos ríos del recuerdo.
Quizás, por eso, antes de dedicar su atención a la iglesia parroquial de Vega de Bur, reconvertida, con las sucesivas modificaciones de gustos y estilos en un híbrido que desmerece su primitiva originalidad, deja atrás la carretera general y cogiendo un breve, aunque tortuoso camino rural, se acerca, con expectante curiosidad, hasta el pequeño cementerio parroquial, sabedor, por numerosas referencias, de que su acceso está formado por una de las mejores portadas románicas de la zona.
En efecto, tanto por su notable tamaño, como por la excelente calidad de su labra y ejecución, el viajero, parado meditativo frente a ella, piensa en la probable espectacularidad del templo románico al que originalmente pertenecía: la iglesia de San Tirso, de la que se piensa que fue sede y parroquia de un pueblo desaparecido, llamado Mediniella, del que ya no queda, ni siquiera para el recuerdo, la más mínima piedra o referencia.
Destaca, en la arquivolta central, un maravilloso motivo ajedrezado, del denominado como jaqués, por considerarse un elemento típico del no menos excelente arte románico de la zona de Jaca -de la que podríamos poner, como ejemplo, su maravillosa catedral y lugares próximos como Santa Cruz de la Serós y por supuesto, el emblemático monasterio de San Juan de la Peña, en cuyo magnífico claustro se constata la mano de un misterioso Magister Muri, que fue dejando su impronta por numerosos lugares de Huesca y de las Cinco Villas aragonesas- acompañado de bolas y esa especial habilidad para el tallaje de elementos de origen foliáceo, que, recordemos, denotaban, además, un excelente conocimiento y uso de la botánica, presentes, por otra parte, en la práctica totalidad de este tipo de arquitectura.
Completan este insigne resto de una belleza humillada, una serie de canecillos, labrados con una diversidad de figuras, como canes, liebres, aves, personajes en cierto aspecto aquejados de cierta heterodoxia lúdica, como el que transporta un barril a su espalda, piñas -símbolo que siempre se ha considerado como una referencia a la unión en la fe- y otros motivos vegetales, cuya visión -el viajero no puede evitar dejarse llevar otra vez por la melancolía- hacen pensar, irremediablemente, en ese arcádico lugar a donde, según el poeta Villon, van a parar siempre las nieves de antaño.
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